
Sergio Ramírez
El monstruo que en Estados Unidos devora pecadores en nombre de la moral pública exige víctimas propiciatorias de tiempo en tiempo, y mientras no se siente ahíto, su estómago ruge encabritado. Y es un extraño altar de sacrificios al que los inmolados suben, mientras los sacerdotes vigilan que las amarras están bien ceñidas, y la cabeza entre dentro de las fauces de la bestia, donde va a ser triturada. El altar es la televisión, y el medio de ejecución pública es el micrófono. Y las cámaras, los focos, si queremos prescindir del símil de las fauces sangrientas.
Ya estamos acostumbrados a ver a las víctimas subir al cadalso para hacer su mea culpa, la confesión de que han pecado contra la moral privada, lo que significa ofender a la moral pública, no importa que no se trate de delitos legalmente válidos: adulterios consumados enteramente, o a medias, en una oficina de poco ambiente romántico, encuentros con prostitutas caras en moteles de mala muerte, o en hoteles de lujo. Tímidas cartas escritas por respetable políticos a jovencitos subalternos suyos, en busca de cariño y compañía.
Presidentes, gobernadores, senadores, diputados, pastores protestantes, obispos católicos, teleevangelistas, comparecen periódicamente en el altar de los sacrificios para confesar y purgar sus pecados de conscupicencia, pero, siempre, sólo porque otros se dieron cuenta y es inminente la divulgación del pecado, no por propia voluntad penitente.