
Sergio Ramírez
Hace ya varios años viajé desde Alicante a Murcia para ver a Mario Benedetti, porque no habíamos podido encontrarnos todavía esa vez en España, y él volvería pronto a Uruguay. Esa noche tenía él un recital, lo busqué en su hotel, y caminamos hasta el auditorio del ayuntamiento, que se hallaba a pocas cuadras, donde iba a celebrarse el acto.
Afuera, una multitud de jóvenes pugnaba por entrar, como he visto que ocurre a las puertas de las discotecas, y creí que el lugar no estaba abierto todavía; pero no tardé en darme cuenta que no había más lugares. La sala se encontraba completamente colmada, de jóvenes también, muchachos y muchachas, que esperaban en religioso silencio, hasta que Mario subió al escenario y lo saludaron con una cerrada salva de aplausos.
El recital fue para mí una experiencia única. Los muchachos no sólo pedían a Mario que recitara sus poesías de amor para ellos conocidas, sino que coreaban pasajes de la lectura, como en los grandes conciertos al aire libre la multitud hace con los cantantes.
Y entonces, me di cuenta de que la poesía, esa vieja cómplice de amantes, estaba regresando al mundo por sus fueros.