Sergio Ramírez
Después del terremoto que destruyó aquel refugio provinciano, y multiplicó las ruinas y los escombros de la pobreza, y luego el número de sus habitantes, lo horrible se volvió la regla. La desarticulación, el desamparo, la acumulación de fealdades que la globalización ha venido a consumar con su exuberancia de símbolos comerciales transnacionales y de monumentos arquitectónicos extraños al paisaje. El viejo centro de la ciudad desapareció, y al perder su fuerza de atracción todo se dispersó en barrios que son islas, como tras una formidable explosión.
La antigua catedral neoclásica, que buscaba imitar las líneas de la iglesia de Saint Sulpice de París, quedó fracturada para siempre por el terremoto de 1972, cuya hora fatal marca todavía la carátula del reloj en una de sus torres, porque las agujas se detuvieron a la hora precisa del sismo. Pero el tiempo ha seguido pasando. Lejos de allí se levanta ahora la nueva catedral postmoderna, obra del arquitecto mexicano Ricardo Legorreta, donada por un filántropo católico, dueño de la trasnacional de pizzas Domino´s. Parece más bien una mezquita con sus múltiples domos, como una gigantesca cajilla de huevos, mientras a su alrededor se yerguen decenas de palmeras transplantadas desde Miami.