Sergio Ramírez
El presidente Ortega tenía entonces la fuerza suficiente para negociar, y cumplir con lo acordado, sobre todo por el respaldor de su hermano Humberto, jefe del Ejército, que encabezó las negociaciones con la contra. Era un poder armado para librar la guerra, y no había fisuras en ese poder. Y los acuerdos de Esquipulas dieron como primer fruto los acuerdos de Sapoá, firmados menos de un año después, en marzo de 1988, en territorio nicaragüense.
No fue el caso de los presidentes de Guatemala y El Salvador, que no gozaban de la entera confianza de sus ejércitos, ni de quienes dentro y fuera de sus países adversaban la salida negociada. Tuvieron que venir luego otros, el presidente Alvaro Arzú en Guatemala, y el presidente Alfredo Cristiani en El Salvador, a cerrar el ciclo de la negociación, porque ellos sí contaban con el respaldo total que a sus antecesores les había faltado, y así pudieron firmar, años después, los acuerdos definitivos de paz con las fuerzas insurgentes de izquierda en sus respectivos países.
El proceso de paz de Esquipulas fue ejemplar, y es un hito en la historia de Centroamérica, por la voluntad política de quienes suscribieron los acuerdos, pese a las grandes diferencias ideológicas, y sobre todo porque los pueblos, hastiados de guerra, querían la paz. Uno de los grandes momentos que hemos vivido en nuestra historia, sólo comparable al fin de la Guerra Nacional en 1857, cuando fueron expulsados los filibusteros que habían invadido Nicaragua, gracias a una concertación de voluntades entre los gobernantes centroamericanos, a pesar de que tenían posiciones ideológicas igualmente encontradas.
Si es cierto que nos tocó ser parte de la Guerra Fría, también es cierto que donde la Guerra Fría empezó a desvanecerse fue en Centroamérica.