Félix de Azúa
Que Zeus se viera obligado a adoptar los disfraces más indignos para ocultarse de su vigilante esposa cada vez que copulaba con una mortal, que llegara a la ignominia de hacerse pasar por un cisne, me parece intolerable. Desde luego, muy impropio de nuestros ancestros, que eran gente por lo general apersonada y de buenas maneras.
¿Cómo es posible que ya entonces el adulterio fuera asunto espinoso y mal reputado? Sin embargo, los fornicios de Afrodita con Marte y de Helena con Paris, tan fieramente castigados, así lo atestiguan. La maldición del adulterio suele justificarse por la legitimidad de la descendencia, pero me parece muy flojo argumento.
No es evidente que se considere una traición a la sangre. Ciertamente, un dolor intenso atraviesa al marido, pero a ese dolor debe añadirse la vergüenza, porque el cornudo siempre y en todo lugar ha sido motivo de burla. No así la adúltera, la cual recibe castigo, pero no humillación.
Todos sabemos además que, por sublime paradoja, sólo una porción pequeñísima de adúlteras acaba siendo conocida. Todos los adúlteros, en cambio, son descubiertos al instante. Si con el adulterio se jugara la herencia, no habría burla. El populus no hace chistes con el oro. Ha de ser algo mucho peor.
La última versión de adulterio que ha llegado a mi conocimiento es la de Separate lies, película de Julian Fellowes, architípicamente inglesa, que entretiene mientras dura y luego se olvida. Sin embargo, plantea el asunto de un modo poco frecuente.
En esta historia, el cornudo es un buen hombre que ni queda en ridículo, ni da pena, ni es un canalla, ni tampoco un payaso, sino un ciudadano que negocia el asunto con considerable dignidad.
Muy bajo ha tenido que caer el adulterio para que se haga héroe a un cornudo. Aunque sea inglés.