Vicente Verdú
Lo sagrado se junta con lo profano, lo bello se acerca a lo siniestro, la ley se intercambia con el crimen, el robo copula en la panza de los ricos y hasta los sindicatos obreros hurtan dinero a sus afiliados. Ahí, aparece la figura de la juez Ayala.
Es posible que se la olvide años después pero hoy se erige en la espada más enhiesta y acendrada. La figura de esta mujer que milagrosamente no pertenece al territorio de la herrumbrosa justicia ni a los pringosos suelos de sus juzgados es como una estética divina. No se trata, pues, de una cuestión judicial o política más. Si la juez Ayala aparece ahora en estas páginas de cultura obedece a que su estampa calca antes los eviternos s cuadros renacentista que la garrulería de alrededor. La juez Ayala no habla, no presenta un pliegue en su rostro, no dirige la pupila alrededor. Va hacia el juzgado como un esquife con la proa baldeada y afilada. Una circunstancia que ella despeja aún más alzando una mano para apartarse el peinado de la frente.
Pero ¿qué piensa o siente este prodigio femenino de la impavidez? Sus enérgicas actuaciones no parecen efecto de una intrincada reflexión ni de consideraciones complejas. En ella parece todo liso, inmediato, natural. Casi todo evoca una obra de Botticelli donde se muestra sutilmente su misión simbólica. De esa naturaleza plástica es Mercedes Ayala. Un rostro que captan las fotografías periodísticas pero que, enseguida, se incorporan a la belleza del bien y el mal.
¿El Bien o el Mal? De qué naturaleza es esta juez impenetrable. Su apariencia, permanentemente inaugurada con un vestido diferente, arrastra la maleta de los pecados, Y ello viene a presentarla como un ángel exterminador que si de una parte trincha el corazón del Mal de otra convierte su impulso en un bocado bienhechor.
Ni sus vestidos, ni su cutis, ni su peinado, ni sus medias, ni sus reglados pasos hacen posible asimilarla a cualquier otro empleado de la nómina judicial. Incluso no parece que cobra un sueldo bruto puesto que cada una de sus apariciones sevillanas, en un traveling de cincuenta metros, la define como una criatura subvencionada por el más allá.
¿Cruel? ¿Dura? ¿Eminente? ¿Independiente? La estética simbólica de la juez Ayala llegará al porvenir. Ella constituye, de una parte, el personaje opuesto al entorno mucilaginoso y, de otra, la convierte en el centro escalofriante de una justicia ejemplar. Ni mercedes, ni ignominias. La juez Mercedes Ayala corta el cuerpo juzgado, ERES o SERES como una misiva imponente desde el más allá.
Aquí o en Sevilla van cayendo imputados como efecto de su recta divinidad. No son condenados todos pero se hallan masivamente señalados no por un juez común sino por un personaje luminoso en el sombrío panorama judicial
¿Cómo lo hace Mercedes Ayala? ¿Cómo consigue poseer un armario tan extenso para comparecer siempre como de estreno? Diferentemente ataviada pero siempre impertérrita y bruñida, la juez Ayala marca un antes y un después de la roñosa judicatura nacional.
Allí se halla la bardoma, el compadreo, los legajos dispuestos junto al retrete. Con ella se hace la luz de Avón o L´Oréal. Y en esto se incluye todo: su verticalidad de vela, su cutis de mar, su estado celado que estéticamente anonada las marrullerías del prevaricador.
En suma, no todo iba a ser excrementicio en esta crisis de sucios sinvergüenzas. La belleza y el talante de Ayala será, acaso, irrepetible pero más razón para contemplarla como una aparición pictórica de lo mejor de lo mejor.