
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
Una tentación mortal para la obra del artista es el exceso de cantidad, el demasiado peso, la abundancia de elementos y componentes. Una película como la de Paolo Sorrentino, La gran belleza, celebrada por casi todos los críticos con clamoroso entusiasmo padece esta plomada del plato sobrecargado de alimentos y especies, salsas y patés.
La inteligencia del artista -como la del investigador o el periodista- se advierte en la finura con que distingue lo principal de lo secundario. Una buena idea, una magnífica idea cae con facilidad si es ahogada por la abundancia de su séquito. Para que esa idea importante no pierda su energía y cualidad lo mejor es hacer que sea ella y no nosotros quien gobierne su transcurso. Los énfasis del autor, su trufado con otras carnes afines, la multiplicación de los puntos de vista (ciego s o no) terminan por oxidar el fuste de la inspiración principal y oxidar el lenguaje para transmitirla. Esa buena idea no necesariamente ha de exponerse desnuda opero sí con la suficiente desnudez para que enseñe sus carnes y no la joyería y los aditamentos. Lo bueno es bueno sin disfraces. Lo atinado expone su puntería cuando no hay mil arcabuces y bombas haciendo ruido en su alrededor. La gran belleza ya es un título que da a pensar en su abigarramiento. O, mejor, en su derramamiento entre en signos de diferente color y tamaño, formas y lenguajes, que terminan por convertir la delicia en empalago y lo distintivo en un rancho apelmazado.
Todos los que se han mostrado defensores de esta obra reconocen la mala mano de Sorrentino en otros filmes y, también sus similitud con La dolce vita de Fellini. No cabe duda de que Fellini está presente en la falsilla de esta película pero sus influencias se ensucian con la supercarga de efectos colaterales. El espectador no es tonto por naturaleza. Tampoco es listo de nacimiento. Pero pone los cinco sentidos cuando va al cine y le empacha que se los empapucen repitiendo una y otra vez vómitos del mismo menú. No hablemos ya de los despropósitos del gusto del autor en cuanto al color, las muchas bacanales, los constantes desnudos y las molestas y feas inconsecuencias del montaje, tal como si Sorrentino se hubiera hecho un lío con los cortes y luego se pegaran con el mismo desorden que efectivamente demuestra no poner la guía máxima en la idea capital.
Los nostálgicos de aquel cine italiano de los 60 puede que se consuelen con las reminiscencias que la película felliniana comporta. Pero para los amantes del cine en los años que vivimos esto no es un remake, ni una parodia, ni un homenaje. Concluyamos, sencillamente, que es un "potaje".