
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
Hay personas que por unas u otras razones despiertan compasión y, en consecuencia, una especial atención. Pero otras, a las que se les supone con éxito, dinero o buena suerte despiden un aura semidorada que atosiga al personal.
De modo que, las primeras, se hallan en muy buenas condiciones para comunicar sus penas y pedir tácitamente auxilio y compañía, mientras las segundas están más impedidas para solicitar (porque parecería demasiada soberbia) atención, comprensión y acogimiento. No merecen en fin compasión. O bien, toda la compasión que podrían necesitar se halla adjunta en los triunfos que obtiene. Estas personas son personas acaso con muy buena salud pero tan solas como los hospitalizados. Tan solas como las gentes del primer gruido aunque con una adición: perciben su repetido aislamiento como un acto de represalia.
La gente común se amontona. Es del montón. La gente en algún aspecto singular es tenida por especial, es decir, ex/cepcionales y por tanto excluida de la necesidad general y normal.
Sin hacerse demasiadas ilusiones sobre lo que puede recibirse de los demás, aún así los desgraciados se ilusionan con el reclamo de su desdicha. En ocasiones, además, esta desdicha es tan patente que a la fuerza despierta la conmoción de los otros y, en consecuencia, su espontánea com-pasión.
A las personas comunes sufren casi todo el repertorio de lo malo pero se creen, para mayor dolor, que las otras se hallan a salvo de esta metralla constante y existencial. Pero ¿existen? Se diría que mientras los desterrados se arrastran por la tierra, los bendecidos vuelan por encima del nivel medio de la vida colectiva. Es posible, desde luego, que se encimen sobre la media del nivel de vida pero incluso más arriba navegan, supuestamente, por un espacio de azulada felicidad.
Efectivamente toda esta ecuación es tan falsa como pensar que la vida reparte dolor o placer con alguna puntería. La vida es arbitraria de por sí, acéfala, ciega y especialmente criminal. Es criminal porque no cesa de torturarnos de una u otra forma, arriba y abajo, fuera y adentro. Y es criminal porque no busca sino matarnos. ¿Entretanto la felicidad? ¿Felicidad? ¿Qué felicidad cabe si se es un ser racional? ¿Qué galardón puede colgarse de un hombre engangrenado por el seguro de su mortalidad? Los buenos y los malos, los ganadores y los perdedores, esta mala especie, componen el repertorio de una misma compañía cuyo resultado, al final de la función, es irremediablemente el máximo fracaso.