Vicente Verdú
El ruido viene de la división. El silencio consiste- posee su alisada consistencia- de la continuidad del tiempo y del espacio. El silencio se despliega como una tela inconsútil y cualquier incidencia en su tejido basal es equivalente a una ruptura expresable en ruido. El gemido, el chasquido, el silbido, el chirrido son formas que terminan con la materia del silencio y abren su aglomeración a lo impredecible. Acaso al caos, a la hecatombe, a la deflagración, a la bomba atómica.
Mientras reina el silencio no hay lugar para el disentimiento. Ausencia y silencio se asocian puesto que tanto uno como otro pertenecen al mismo orden intangible y esencialmente inalterado.
Lo que se altera, en cualquier ámbito, provoca la emergencia de otra nota que, tanto en la música como en la historia, en la vida presente como en la memoración, deshace la armonía preexistente. ¿Armonía? No exactamente. El silencio no es armónico sino transarmónico o protoarmónico, es el vacío o el blanco sin blanco la nada o el incoloro negro de la muerte. O también podría decirse que viene a ser como el fin sin fin, el principio sin origen, la actualidad sin noticia, la acción sin reacción, la pasividad sin resistencia, el sí igual al no.