Vicente Verdú
Las corbatas forman un mundo masculino en el que la mujer nunca debiera inmiscuirse y en absoluto ejercer como sabias de lo que es mejor.
Hay, desde luego, esposos que se dejan elegir las corbatas por ellas o incluso les ruegan que lo hagan pero estos tipos pertenecen a una especie casi acabada, ignorante de la importancia de la estética en la imagen de los hombres y de la importancia que conlleva la corbata, expuesta como una banderola de lo que vendrá después.
Se podría adivinar el gusto o el no gusto de cada caballero a partir de sus corbatas y en consecuencia ¿cómo no tenerlas en consideración?. La tendencia creciente a prescindir de ellas, incluso en fiestas u oficinas, anula un notable factor de identidad y de anticipación de la propia persona que, gracias a una bonita corbata, desplegaba buenas impresiones en el contacto social. Y especialmente en aquellos ámbitos -cada vez más amplios- en los que no es lo mismo lo feo que lo bello, lo elegante que lo común, lo exquisito que lo vulgar.
Muchos hombres todavía se ponen la corbata con esmero ante el espejo pero sin añadir a esta acción práctica el haber elegido la corbata con primor Estas gentes que ponen poca lo ninguna atención en las corbatas, las usan como obligados instrumentos y a su pesar, son, a menudo, quienes contemplando el lugar del armario donde las corbatas penden sólo reciben de ellas una confusa o nula evocación.
Las corbatas sin embargo, en la vida de cualquier varón son hitos muy elocuentes de épocas, historias, amores y trabajos pasados. En el dibujo, el color o el estampado o la forma de la corbata puede revivirse el tiempo al que se refiere y de qué modo con ella al cuello entrábamos y salíamos de la oficina, íbamos de fiesta o establecíamos relaciones de amor o de dolor. Ninguna prenda textil es en el hombre es más elocuente puesto que ni los trajes, las americanas o los pantalones dicen demasiado de cada uno siendo como son los grandes almacenes y comercios en general (de imaginación muy restringida) quienes en previsión de la abulia viriloide recortan el muestrario y las capacidades de disfrute en la elección. Quizás tan sólo los zapatos -y los relojes, ahora- se escogen con atención particular pero aparte de ellos el resto de la colección que forma el vestido masculino es la aburrida colección que decide la mayoría de los fabricantes.
Cuando no, como se dice, la prenda particular ( desde los calzoncillos a las camisas y las corbtasa) que escoge la propia esposa que al salir para otra cosa recuerda que el marido necesita esto o aquello a la manera de uno de sus niños que aún no ha cumplido la edad para elegir.
Es cierto que la atención del hombre a su aspecto ha crecido ya mucho y que, por ejemplo, el mercado de la cosmética tiene puestas sus mayores expectativas en los productos de toda la gama orientados a ellos pero, aún así, la corbata continúa siendo un asunto sin redención o emancipación plena. Es, de hecho, muy corriente en encontrar a escritores, pintores y profesionales en general cuya profesión se relaciona estrechamente con la estética llevar unas corbatas insufribles. Tan birrias en los mayores de cincuenta años que el asunto es de una gravedad tan espectacular como representativa de la ocultación del hombre como espectáculo.
Todo lo que en la mujer ha sido natural y elemental en el aspecto exhicionista, en el hombre -sin importar lo pública que sea su función- ha desdeñado construir su imagen, su presencia social como espectáculo. Las mismas circunstancias de la presente sociedad del espectáculo han aliviado esta desidia arcana perto no necesariamente pera conducir a la elección de corbatas distinguidas, bonitas o elegantes. Más aún: puede decirse que tras la fiebre de la moda y el diseño en los años ochenta y parte de los noventa, las colecciones de los grandes modistos, desde Armani a Valentino de Ralph Lauren a Hugo Boss han acomodado sus novedades a la pobre exigencia en la demanda y, movidos por el negocio a granel, han dejado medio paralizada la creatividad.
Como consecuencia, cada vez se ha ven ido haciendo más arduo en el siglo XXI la personalización estética mediante la personalidad de una corbata y muchos que incluso portan marcas muy caras han vuelto a sumirse en el sombrío mundo de hace treinta años o más.
El reloj de pulsera ha ocupado, sin duda, el máximo punto de la personalización. El reloj, la joya por excelencia del hombre, ha ganado enorme interés en las compras masculinas con y sin encanto. Sólo con motivo de acontecimientos destacados la mujer regala un reloj al hombre. Sigue ocurriendo así pero se halla en ascenso el orgullo masculino por mostrar su muñeca ceñida y marcada con un objeto propio y, en parte, a la manera que actualmente se entiende el tatuaje.
Antes los objetos (y las esposas) caían sobre la indumentaria del hombre. Ahora, el reloj y tanto más cuanto más joven es el caballero, refleja el capricho, la debilidad, la particular esencia masculino/femenina que ahora acompaña al aura del hombre.
Pero ¿la corbata? la corbata continúa blandiéndose entre la coerción social y la menesterosidad del gusto. No es extraño que tantas gentes del mundo masculino hayan celebrado el desuso de la corbata como una gran liberación. No la liberación de un dogal molesto sino la exoneración de un ejercicio del gusto estético para el que no le formaron ni en la escuela ni en la universidad ni en el master.