Vicente Verdú
Entre recibir o no recibir en casa se intercala, de todos modos, una variable inquietud. La casa es sustantivamente para la estabilidad, la conservación o la estabulación.
¿Una visita? Se trate de parientes o amigos, seres humanos con o sin mascotas, su introducción en el mundo hogareño constituye una rara inoculación, casi siempre consternadora.
Muy bien que tras la terminación de la visita entre besos y abrazos de despedida, un balsámico silencio casi ancestral vuelva al salón en señal de haber superado el trance. Muy bien que esas personas más o menos ajenas o próximas hayan consentido en acercar nuestras vidas, sus nuevas o antiguas noticias y, al final, del conjunto hablado y sentido se haya compuesto una solidaridad imprevista y confortadora.
El acto de visitación que se desarrolla bien deja tras de sí una secuencia fresca y dichosa y de la visita que sale mal, no merece la pena hablar puesto que corrobora la aciaga perspectiva de abrir la puerta a cuerpos y circunstancias incontroladas y necesariamente desazonantes.
Siempre, en cualquiera de los supuestos, ser visitado conlleva una rara perturbación y de hecho, las personas al envejecer y debilitarse van reduciendo el número de encuentros con los demás, por la misma razón de la energía que se requiere y la fatiga con inevitablemente se deriva.
No sólo no abrir las puertas a las personas de afuera sino impedir que el significado interior se altere por efecto de elementos externos, indeterminables en sí, es una querencia que aumenta con los años del hogar y de sus huéspedes.
La edad, especialmente en los varones, hace crecer una orientación centrípeta en todo su ser a la manera de un lento torbellino que tiende a arroparse en sí mismo, como en un movimiento de metamorfosis que convierte la actividad anterior en un lienzo y la movilidad en el amor a la parálisis. Toda experiencia de esta lentitud final, cada vez más encharcada de luto, induce a protegerse, cuidarse de tropiezos y averías que acaso una visita podría traer desde el paisaje exterior, incluido el paisaje impreso en la propia visita.
Correlato de todos estos mundos adultos, , donde la morosidad y el torpor aumenta, es el modelo de la casa adulta, tan madura en la decoración, desgastada en la tapicería como sobrecargada de objetos. Un universo tan manoseado y abigarrado que tanto la novedad como el volumen de la visita se acogen entre el temor a cualquier percance y el miedo al insoportable abigarramiento.
Más que amigos y amigas que, en la juventud, se comportan como compañeros del juego o piezas del juego mismo, en la vejez, amigos y amigas, son en cuanto visitadores bultos que, tarde o temprano sobre los que tarde o temprano se preferirá su ausencia.
Ante estos encuentros lentificados, espesos y semienfermizos se resiste la quebrada salud de la vivienda y, en definitiva, el delicado estado de su composición y el difícil equilibrio de su supervivencia.
La ausencia, en cambio, se convierte así -como nunca antes- en la forma privilegiada de la presencia.
La vinculación al presente de cada jornada va pareciendo más y más aburrida mientras el lazo con cualquier forma de ausencia cobra un valor biológico y brillante en casi todo. Por esa circunstancia, la edad va coleccionando y puntuando aquellos factores que, más o menos, se relacionan con el vacío, la lejanía o la pérdida de manera que la más apreciada compañía termine siendo la habitación de la soledad. ¿Cómo pedir que haya pues contento en el momento de recibir? ¿En la coyuntura de ver presentes, ásperos de realidad, a los que endulzaba la memoria desde su lontananza y con quiénes nos abrazábamos tanto en la pureza del silencio como en el ilimitado amor de su transparencia?