
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
El despertador es el rigor, el símbolo del rigor y su práctica. Inexorable, despiadado, cumple la orden tajante que se le inyecta y la culmina con obediencia exacta, con una puntualidad ciega o inapelable.
El interior de este cronómetro es, ante todo, reglamentación pura. Posee el mecanismo de los otros relojes pero está concebido o amestrado no para dar las horas sin ton ni sin sino comunicar un momento crítico de forma tronante.
De este modo, su espíritu de diana transforma lo que fuera una ordenación más en una orden militarizada. Ni una vacilación, ni una holgura, ni un más o un menos se admite en su conducta estricta. Conducta de ordenanza extrema como principio y razón de ser.
Los despertadores pueden servir sucedáneamente como relojes vulgares pero son ellos mismos, inconfundibles y aterradores, al manifestar la fuerza de su idiosincrasia salvaje.
Porque en apariencia, a primera vista, el despertador contemplado como una esfera más no encierra agresividad alguna sino tan sólo esa brutal candidez de los relojes. Efectivamente todo reloj muestra, tarde o temprano, destino siniestro pero en la vida corriente se comportan como elementos fijos cuya disciplina, siempre de una manera inocente o bobalicona, nos corta las alas, la voluptuosidad, la libertad o el gozo. El reloj es ajeno a su amo. Lo más ajeno que se pueda imaginar. Sin embargo el despertador se deja hacer, se ofrece insidiosamente a la voluntad y a sus planes. Ambula mansamente a lo largo del día pero, como los animales feroces, posee un gen programable para atacar o abalanzarse sobre sus propios dueños en momentos prefijados e hirientes.
De aquí que se trate de un objeto doméstico pero muy extraño a la vez. Se ve domesticado pero domesticado, al cabo, para atacarnos, manipulado para a la vez someterse y contravenirnos.
De ese latigazo del despertador e deduce que el aparato goza de esa clase de personalidad rara o epiléptica. Cierto que nosotros se la inyectamos para nuestro servicio pero ¿qué decir de las criaturas o personajes que los autores crean y se acaban rebelando contra ellos? Que ese instinto subversivo pueda hallarse en el despertador y no en el resto de los relojes lo convierte en la pieza que araña o puntea, sacude y desdeña. Aun cumpliendo un dictado.
Ninguno de los relojes proclama con estridencia su hora e incluso los de pie se afana cuidadosamente en dulcificar melosamente sus sonidos. En el despertador, el cómputo de los minutos se realiza generalmente en silencio y desgranándose naturalmente a través de su mecánica. El despertador ni el reloj gritan el posible dolor que esta operación de constante contabilidad les causa. Solo berreará, se desgañitará el despertador cuando, sabiéndonos dormidos, materializa la asignada función de hacernos conocer en qué momento estamos, a despecho de nuestra merecida inconsciencia.
No es extraño, por tanto, que algunos sujetos muy dormidos incluyan, por unos instantes, esos estrépitos del aparato en sus sueños y hasta que la delirante persistencia del reloj clamante, lo arranque literalmente de su engaño.
El despertador, en suma, nos despierta -nada menos a la realidad y comete este acto por decreto. Este despertador- como cualquier otro reloj- no duerme nunca pero, además, contiene el dispositivo preciso para proclamar que la realidad nos reclama a toda prisa. Desde ese punto de vista el reloj nos provee de conciencia y quién sabe si también de una confusa autoestima.
Todo cuanto ocurre a lo largo de la jornada no importa al despertador que tras unos momentos de intensa importancia regresa a la rutina casera. O bien, su voz de alerta se hunde en el silencio común y sólo resucitará otra mañana si nuestra mano y nuestra mente en una combinación coactiva lo coaccionan o restituyen militarmente.
Gracias a ese enrevesado proceso que pasa por darse órdenes a si mismo a través de inculcar la orden a un tercero, el mandatarios primero se reúne, mediante el despertador, con el segundo mandatario dormido.
De este modo, el despertador realiza la milagrosa función de unir dos partes del mismo ser humano, la parte inconsciente y la consciente y a través de una suerte de electroshock que provocando sobresalto hace brincar al cerebro desde la molicie a la mollera.
El sujeto unido ya en sus dos mitades se halla en condiciones de presentarse en público y mientras va desprendiéndose de la experiencia traumática que ha experimentado al pasar de la escisión a la integración en décimas de segundo. Un lance que maniobra el despertador y que pone al alcance de la vista, asomando entre sus pliegues, el ser y el no ser de uno mismo.