
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
Hace nada menos que cuarenta años se publicó un libro sobre arquitectura de un escritor chileno llamado José Ricardo Morales. Esta obra titulada Arquitectónica fue editada en dos volúmenes y cuando la conseguí y la aprendí me parecía que dentro de ella se hallaba todo lo que siempre y tennazmente me había obsesionado sobre los objetos caseros. Por ejemplo, la silla, que examinaré en otro lugar y la cama, el mueble rey de la comedia y la tragedia domésticas.
Morales que amaba la etimología por encima de todas las cosas deducía que la idea de "ser" procedía e sedere, estar sentado o en su extremo hallarse, en general, aposentado. La fonética de sedere, por añadidura, se aproximaba mucho a essere y apoyándose en el diccionario de Corominas, podría concluirse que "ser" significa lo definitivamente establecido. El "residente" es el asiduo del lugar, el que repite sede. Pero también permanecer continuadamente en determinada "sede" o asiento transforma a este lugar en "sitio" y se hace, por tanto, "situable".
La cama que abate la posición corriente del homo erectus, listo para la lucha o la marcha, representa un elemento claramente femenino. El hombre yace, se acopla al yacimiento, se acerca a la matriz. Las aguas del río masculino fluyen y el "lecho" lo acoge en sus brazos.
La idea de estabilidad y origen (establo, cibija/cobijo, reposo, poso, yacija, matriz) se halla tan asociada a la cama y por derivación al estatus afianzado que en el siglo XV, cuando ya se había introducido el importante dosel, los señores más acaudalados mostraban a las visitas una hermosa cama como señal de riqueza y sin que sirviera para acostarse en ella. Se trataba no de un mobiliario para dar asiento al sueño sino como simbólico artefacto de poder.
De hecho cuando Carlos el Atrevido, duque Borgoña, se casó con Margarita de York en 1468, su vivienda disponía de una cámara pequeña en la se dormía realmente y una estancia destinada a las recepciones en la que había lo que se llamaba lit de parement, cama de adorno. Esta investigación de Edward Lucie Smith en Breve historia del mueble fue el preludio de la consideración que se le concedió también en el palacio de Versalles durante el siglo XV o en la corte de Eduardo IV, en Windsor que tanto asombró al embajador borgoño Gruuthuse, en 1472, puesto que tras mostrarle un suntuoso lecho se le hizo saber que aquello no era para dormir (era para presumir) y fue llevado a continuación a un cuarto con sencillo camastro.
No hace falta insistir demasiado sobre el valor, el significado y la poderosa presencia doméstica de la cama. En buena medida el suceso que desconcertó al embajador borgoño lo vi repetir en la casa de unas señoras amigas en Villafranca de los Barros que cuando enseñaban su nuevo cuarto de baño a las vistas, decían "y por el momento gracias a Dios no hemos tenido que usarlo". Su camastro funcional era el retrete y el cuarto de baño en los años cincuenta un bien de lujo.
La cama en fin fue el lugar natural del nacimiento en esa época y hasta el estreno reciente de las secciones hospitalarias de puericultura. La cama continúa significando la base técnica y tópica del amor carnal, la matriz de la confidencia, la máxima delación, el espionaje y el sexo. El lugar contradictorio donde tiene lugar tanto la escena más despierta del cuerpo erótico y como la más dormida. El catafalco para morir y, también, para resucitar. La plataforma donde se dimite del mundo o aquella que, como en los tiempos romanos, permitía reclinarse mientras se comía o hablaba con los subordinados. Incluso refiriéndose a los años de la posguerra me contaba Luis Carandell que un tío suyo médico recibía a los pacientes reclinado en la cama y aquella postura lejos de restarle autoridad aumentaba la credencial y la magia de su ciencia
Hacer la cama guarda todavía el doble significado de engañar a alguien vilmente y prestar socorro noblemente al enfermo, al ser querido o al desvalido. Representa el lugar de los sueños y de las pesadillas, el mueble que cambia nuestra mente de lugar y de actuar como un faro erguido se comporta como una luz basal que, a menudo, en la duermevela ve más allá en el horizonte. De hecho el niño verdaderamente ilustre ha venido disponiendo durante siglos de dos camas: una para el día y otra para la noche en busca de una rica educación que le hiciera sacar el mayor provecho horizontal desde dos sedes y puntos de vista.
Meterse en la cama da a pensar negativamente en nuestra cultura de la acción constante pero lo peor es la supuesta rendición que se escenifica uniendo el sentirse mal con decidir encamarse. Ira a la cama equivale a huir del mundo y darse de baja en él. Dentro de la cama, sin duda, se despliega como en ningún otro sitio un teatro dinámico de conceptos, recuerdos, collages y composiciones muy creativas, pero a los ojos de los otros el encamado aparece como un disminuido, falto de altura. Un menos en la intervención social puesto que ese mueble posee no ya la característica de mostrarnos en decúbito sino presos en sus manos. Envueltos en una ondulación de telas que sin asociarse directamente al amortajamiento lo citan sigilosamente. Las sábanas poseen esta altísima convención bíblica: hacia la sepultura y hacia la resucitación. Telas que alteran -como diría el gran José Ricardo Morales- provisional o definitivamente nuestros "telos".