
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
Un reloj, sobre todos los demás, marca la hora central de la casa. Es el reloj grande que se coloca en la cocina y desarrolla el papel del campanario que, en la vida rural, convocaba a los oficios o señalaba en su transcurso el momento de reposar y comer.
Este reloj en que los diseñadores han invertido mucho un interés de acuerdo a su notoriedad se encuentra encimado, bien sobre los estantes o sobre la campana de los humos. Y, en ocasiones, lo tropezamos de frente, al entrar, como si la cocina entera gracias a él se comportara como una estación de ferrocarril y, obviamente, los pasajeros debieran tener presente el tiempo que tienen.
Para "tener el tiempo" cada uno nació el reloj de pulsera que siendo una posesión individual sustituía a la sagrada impartición del tiempo colectivo, refrendado por la torre de la iglesia o el edicto municipal. En el reloj de pulsera se lleva el tiempo consigo y de ahí la pregunta de "qué tiempo llevas". Se transporta de aquí para allá a riesgo de golpes y accidentes, se lleva de aquí para allá entre faenas y ocupaciones honestas o perdularias, amables a los ojos de Dios o condenables. Este reloj profano fue, no obstante, en sus principios una pieza asociable a la excepcionalidad de un acontecimiento y casi siempre símbolo de un rito de paso: de la niñez a la adolescencia, desde la soltería a la prenda de la boda.
La mano actual y profana que conduce este reloj personalizado, tuneado, viene a ser una mano sin bendecir largamente apartada de la esencia colectiva y el tufo del cuerpo místico. Este cronómetro antes herencia de una autoridad se convierte en una suerte de derecho del hombre y del ciudadano que busca la moral y la vida por su cuenta. Este reloj cuenta particularmente una sola vida.
El reloj de la cocina, sin embargo, evoca la esfera que miraba a la población desde la torre y con ello encierra autoridad y jerarquía. Respetar las horas de comer, sentarse a la mesa en un momento exacto por respeto a los demás y especialmente al padre que se ubica en la cabecera, fue una regla heredada con solemnidad del patriarcado y de los usos burgueses inclinados al orden y la reglamentación para dividir el tiempo de descanso y de trabajo, continuando en el interior del hogar la disciplina propia del taller o la fábrica.
Así, el reloj grande de la cocina reproduce al que se erigía en las naves fabriles, a la vista de todos y con la vista en todos. Fábricas dotadas de un ojo vigilante que venía a ser como el ojo del patrón que todo lo miraba y controlaba. Observaba a los obreros en el desempeño de sus tareas, vigilaba con la rectitud y severidad que este mismo reloj mostraba cuando al llegar las agujas a un punto se disparaba una bocina apabullante que establecía el comienzo, la mitad o el fin de la jornada. Ese reloj fabril de capital importancia ha derivado en el doméstico reloj de la cocina, relegado a una sala de máquinas también, como la llaman los arquitectos courbuserianos. Sala de máquinas destinada a la manufactura de comestibles en clara sintonía con lo que fuera la industria en el siglo XIX y su horario de ocho horas de reloj.
Reloj, en suma, para medir las horas de producción y determinadas no sólo por los pactos sindicales sino por la asunción de otra vida humana sobreviviente a la explotación mediante la prueba revolucionaria del reloj.
Todos los relojes marchan, poseen su mecanismo de marcha, pero el de la cocina especialmente se ajusta al transcurso natural del día. Cuando todos los cronómetros se hacen dudosos o, por su carácter banal, susceptibles de error, el reloj de la cocina dirime, la verdad absoluta.
Su naturaleza incorporada al sistema elemental de los fogones y los alimentos trasluce una verdad natural, una suerte de carácter auténtico que, por el contrario, parece tan fácil de trucar en el cronógrafo de muñeca.
Un individuo, ahora, tienen más de un reloj y no aquella pieza única e irremplazable que se había recibido en un momento especial y cuya aura santa lo acompañaba siempre. Con diferentes unidades el reloj de pulsera ha perdido buena parte de su caudal reverencial y ha pasado a ser, en nuestros tiempos, un complemento, un capricho, un aderezo, una curiosidad o una joya.
Miles de diseños y precios distintos entre una incalculable cantidad de marcas han trivializado la identidad del reloj, ajustado por correas de plástico, de cáñamo o de latón. Frente a esta barahunda, una de las más abrumadoras del consumo, el reloj de cocina parece una excepción, seudomonumento que proyecta su dominio sobre la voluntad de la casa y en un recinto como la cocina que ha ido ganando prestigio y presencia en relación al salón, lugar donde los amigos modernos se reúnen en detrimento del antiguo salón. Un salón en declive frente a una cocina que gana auge y prestigio, reciclada como una pieza que vuelve a comportarse casi como el llamado "vestíbulo" o "la casa del fuego" en el medievo, es decir la única parcela casera donde se alzan y se ven las llamas.