
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
Para quienes nacieron después, el agua corriente formaría parte de la casa como un elemento más de su estructura. Era líquida y no sólida como los ladrillos o las losetas pero se hallaba incorporada a la casa a la manera de un signo mismo de la vivienda, incuestionable, difícil de separar del regular funcionamiento de "la máquina de habitar".
Para quienes no tuvimos esa experiencia siempre, el agua caliente que mana sin más, continúa pareciéndonos un fenómeno, de signo mágico y opulento. Grifos de marca azul y roja como mandos que gobiernan un formidable elemento primigenio hasta graduar su emoción a nuestra voluntad. Porque que del grifo mane agua caliente y fría y tibia de acuerdo a nuestra preferencia hace sentir que su conducta nos pertenece y quién sabe qué otras consecuencias poderosas más. Subordinada a nuestros deseos sin un quejido, una torsión, una respuesta adusta fluye dócilmente como un animal preparado para nuestro bien.
No se trata de un animal, efectivamente, pero se comporta como el primer y más manso animal doméstico. No posee vida en el sentido convencional pero ¿cómo no sentir en sus cambios de carácter en su misma interacción con nuestra piel, gestos que se parecen mucho a los de un cuerpo vivo.
Entre las manos, en las duchas, en los fregaderos el agua caliente se mueve como un organismo, transparente y extremadamente fluido, pero organismo al fin, listo para cumplir sus funciones. Si actualmente resultaría inaceptable haber recibido del constructor un piso privado de agua caliente es, sin duda, porque su identidad se ha unido a la organización estructural del hogar, tal como si ese hogar, no contando con agua caliente, careciera de una función corporal y se opusiera, con su rareza, a ser habitado sin mediar sacrificios y tormentos.
Antiguas casas muy hermosas pero faltas de agua caliente se convierten en habitats bárbaros, hoscos o todavía por actualizar. Puede decidirse el comprador a habitar en ellas pero al contrario de ser simplemente acogidos nos obligaría a la aceptar la complicada dureza de su carencia. Habitats desprovistos del bondadoso flujo térmico, casas en fin sin esa circulación que no sólo la ubica en otra época sino en relación con otra clase de ser humano. Otro modelo de relación, ya sea con las cosas en general, con los objetos en particular, ya sea con las aportaciones más populares e interpersonales del progreso común.
¿Una vivienda sin agua caliente? La circunstancia sería semejante a la de una casa sin cristales en sus ventanas. La transparencia del cristal que protegía del frío exterior, fue una realidad con el vidrio del primer siglo cristiano pero su función absoluta no se alcanza hasta el siglo XVII puesto que los primeros vidrios no dejaban ver sin desfigurar o vislumbrar sin aberraciones. Sólo el cristal francés de Saint Gobain estrenó un desconocido modo de vivir juntando el adentro y el afuera y permitiendo que la cambiante claridad del día marcara en el interior de las estancias, casi cada hora, un in esperado estado de humor matizado por el color, la intensidad y el temple de las variables luces.
El agua caliente no impone nada de antemano y se dispone con tanto o mayor servicio psíquico que el propio cristal, aumenta el crédito de la higiene y es, sobre todo, un indubitable manifestación del bien. Un bien tan simple en apariencia como complejo en su integridad, especialmente cuando procede del exterior y llega de instalaciones más allá del confín de la ciudad desde donde viaja para llegar a nuestro preciso punto de deseo y de poder. De deseo y de poder también puesto que el primer acto de dominio real en este mundo empieza en la experiencia de la ducha. Allí donde al accionar el grifo, la técnica y su civilización brindan no ya la existencia del agua corriente, tan extraordinaria y moderna que apenas cuenta con ciento cincuenta años de vida, sino con el talante de esa agua humana dotada de calor interior como señal inconfundible de su esencia.
El calor como atributo amoroso del buen progreso que deja atrás, delimitada simbólicamente, la fogosidad de la hoguera primitiva y el maldito plomo hirviendo. Esta agua térmica conlleva así el estreno de una etapa del mundo, el escalón que anula lo salvaje. Agua caliente o agua educada, la primera agua verdaderamente culta, no sólo canalizada para procurar utilidad sino informada para ofrecer placer. Agua diseñada para la voluptuosidad o la posible concupiscencia en la vida, dotada de afección y destinada a hacer circular y distribuir ese afecto con altruismo tan primordial en sus caricias que sólo se tendrá constancia de todas ellas cuando, en un convento, en una cabaña, en una isla, en la terrible avería doméstica, increíblemente, asombrosamente, ya no están.