
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
A diferencia de casi todos los grandes museos del mundo, las grandes bibliotecas públicas permanecen aún instaladas en los procedimientos y estilos de hace dos siglos. Prácticamente todas ellas han introducido ordenadores en sus salas de consulta y, aunque siempre en menor número del necesario, se han mostrado sensibles -aún a regañadientes- a las patentes ventajas de los buscadores y los links de información que facilita la red. Lo que se echa de menos en ellas, sin embargo, es que su estructura y su atmósfera reproduce demasiado los modos de tiempos pretéritos, los modos caducos de una cultura escrita cuando la cultura escrita representaba toda la cultura o se tenía por la cultura superior.
Las cosas no son actualmente así. No lo son puesto que no todo el saber está en los libros e incluso puede afirmarse que cada día decrece la proporción relativa de ese saber. La admiración por la escritura y su buen uso ha decaído entre la población más joven y toda ella, en fin, aprende más de las pantallas y de la oferta audiovisual en general, sea en proyecciones, en iPods o en viajes, que a través de las páginas escuetas y mudas.
La web y no la página representa el significativo lugar de nuestro tiempo en cuya plataforma se conjuga la imagen, el sonido, la letra, el comic, el graffiti y la voz. De esta evidencia, ya tan rotunda, tienen experiencia los centenares de visitantes y usuarios de las webs sociales. Y de todo este gran fenómeno paredaño, no se ha hecho todavía perfecto cargo la biblioteca. Se ha hecho mayor cargo el museo puesto que su carácter visual le acerca más a la tendencia contemporánea pero también ha logrado además mayor audiencia y colas de blockbuster transformando el carácter grave y severo de sus diferentes exposiciones en acontecimientos sociales, imaginativos y sensacionalistas, entre la información y el entretenimiento.
¿Una biblioteca entretenida? Puede que la idea escandalice a los clásicos ratones de biblioteca pero es fácil de predecir que alegrará a todo bicho viviente que no ame la oscuridad. Una biblioteca requiere silencio para la lectura pero el silencio no es factor indispensable para el aprendizaje. Pudo serlo en el tiempo en que la concentración ante las hojas de un libro fuera precisa para descifrar el código que le escritura conlleva. Silencio y atención para desencriptar los garabatos propios de la escritura y para entender además el sentido que transportan que será a la fuerza de carácter más abstracto, intangible y casi imaginario. Así, frente a la cálida inmediatez de la imagen la helada barrera del alfabeto. Así, tras la emotividad pujante de la música, la emotividad de segundo grado que se obtiene de la lectura.
Que las grandes bibliotecas públicas hayan reaccionado tardíamente a los cambios de la comunicación general y la renovada demanda del público encuentra su primera causa en la propia naturaleza de la institución pero además ¿quién puede negar que al frente de ellas, para su cuidado institucional, para su preservación gloriosa, para su futuro de dignidad, se haya elegido a los directores más conservadores y tradicionales de todos los personajes posibles? ¿A los más antiguos valientes de los gladiadores?