
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
Una ocupación muy socorrida para personas, en general, de la tercera edad, es la de acudir a unas clases de pintura. Estas escuelas se encuentran concurridas sobre todo por mujeres y es admirable la concentración, la paciencia y el empeño con el que se aplican. Los profesores, efectivamente, no esperan de verdad ningún resultado notable de esos pintores tan ocasionales como ínfimos pero actúan con la misma diligencia que emplearían con prometedores alumnos niños. El futuro no está presente en el proyecto de esta docencia pero el presente llega a ser suficiente para comportarse como si existiera. Bastará que alguna alumna, por torpe que sea, dé un paso adelante en su instrucción para que ella y el profesor, la familia y la escuela celebren ilusionadamente la circunstancia.
¿Cuál es el fondo de la circunstancia? Precisamente el indicio de que sigue habiendo un depósito inexplorado de vida. Una vida que florece todavía desde lo oculto y se complace en la plástica cromática de un cuadro. Más que los aparatos propios de la clínica que indican el nivel de salud, el colesterol o los reflejos, el ascendente nivel pictórico sintetiza un crecimiento interior, más que simbólico. Crecimiento del aprendiz, cuya categoría, por sí sola evoca un rejuvenecimiento no menos sustantivo.
La pintura opera así no sólo como una terapia ocupacional más sino como un reflejo. Un dato indesmentible de la vitalidad que todavía queda y puede extraerse de quien se comunica con el amor a la pintura. Ni la música, la gimnasia acuática o el rezo dan cuenta tan elocuente de la pasión por vivir, aquí o a allá. Se recurre a la pintura como un entretenimiento cualquiera pero, a continuación, la pintura se encarga de interactuar para hacerse única. En el obsesivo bosque de sus colores, en su capacidad para objetivar el reinaugurado movimiento del cuerpo, en su potencia para asombrar con sus imprevisibles resultados, la pintura acaba revelándose una compañía inseparable. Nadie puede soportar su yo continuadamente ni tampoco su propio yo de repetición a la tercera edad. Con la pintura, sin embargo, el yo se fuga, viaja, da un invisible rodeo, y al regresar se presenta como un segundo yo. Entre otras lecciones, esto creí aprender a lo largo de tres sesiones en un segundo piso de la calle Espronceda.