
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
Un dictamen de los sabios dice que el mejor modo de ser feliz, eficaz, poderoso y acaso superior a los demás es conocerse a sí mismo. Nadie, sin embargo, lo ha conseguido. Se sabe esto o aquello de sí, se toma nota de lo que la pareja o los padres nos atribuyen pero ensamblado el repertorio no se llega a constituir una identidad. La identidad, sea esto lo que sea, no es nunca identificable. Gracias a Dios.
La sentencia de Píndaro, expresada con la mejor intención, probablemente, de "llega a ser el que eres", incide en la misma imposibilidad, a pesar de Píndaro y para gloria de la humanidad. Saber cómo se es o consagrar la vida a lograr la coincidencia entre el propio yo -supuestamente originario- y su gemelo fugitivo, constituyen tareas tan ímprobas como rematadamente inútiles. Pero también faenas tan desagradecidas como fracasadas, diga lo que diga la doxia, la ortodoxia y la gran mayoría de los manuales para triunfar.
La delicadísima editorial Marbot Ediciones acaba de publicar un librito de Clément Rosset, Lejos de mí, donde se insiste sobre la soberana tontería de pretender coronarse en el sabio soberano de uno mismo. No hay más aliciente para seguir vivo y coleando que la incertidumbre sobre el yo. De otro modo ¿qué esperar sino lo esperable de lo que aún no ha sucedido pero se encuentra en el trance más probable de ocurrir? ¿Cómo soportar la asidua convivencia con esta pareja obtenida del yo mismo? ¿Cómo no bostezar ante este sujeto-sujeto, meticulosamente censado, desprovisto de sorpresa, privado de enigma, sin más cara que no sea la cara o cruz de su moneda única?