Vicente Verdú
"Barroco" es una de esas privilegiadas palabras que dicen todo lo que desean decir. Ellas mismas son la cosa y su carácter o al revés: son ellas las que otorgan carácter y presencia al objeto que nominan.
La voz barroco es un mundo. No el mundo del barroco en cuanto fenómeno histórico sino el aforo mismo del fenómeno artístico que se cumple por entero en la capacidad sonora o formal, aparencial y existencial del nombre.
Casi nadie se puede sentir requerido, ante esta palabra singular, onomatopeya misma del concepto, a buscar el complemento de su etimología o el punto de su procedencia. Hoy he llegado yo a saberlo de improviso, tal como un accidente, en el transcurso de una lectura sin propósito concreto. Desorientadamente, sin preaviso y como un pedrusco ha aparecido sobre la línea de un número de Revista de Occidente la explicación de que acaso el término derive del portugués "barroco" o del español "barrueco" usados para designar a una perla irregular y deforme, aunque para algunos bella.
Fue más tarde, en 1740, en las maduras bocanadas del barroco cuando la Academia Francesa definió "baroque" como algo "irregular, raro, desigual". La descripción que tiende a evocar la condición de un monstruo o un adefesio. Y, a la vez, aquella clase de fealdad que poseyendo una extraña aura despierta una atracción especializada, acaso el raro atractivo que los mismos franceses atribuyen al exclusivo gusto por lo "dègoûtant". O una clase de selecto gusto que ama precisamente los sabores difíciles, los placeres perversos o las visiones aparentemente deformadas que sólo paladea la pupila celestial.