Rafael Argullol

R.A.: Sí, pero fundamentalmente me refiero a sus últimos autorretratos, lo que pintó en los dos o tres últimos años de su vida en Provenza —fundamentalmente en el último año— en los cuales se produjo una suerte de crescendo en la necesidad de Van Gogh de autorretratarse a medida en que se producía su propio deterioro físico— y para los demás su propio deterioro mental. Es como si este hombre que había realizado un itinerario en extrema soledad que le hizo pasar por las minas de los países Bajos, que le hizo llegar finalmente a los campos de Midi de Provença, buscando siempre una especie de aliento nuevo, un aire que le faltaba; que primero trató de encontrar a través de una fraternidad humana con los miserables y luego a través de su conexión con el espíritu de la naturaleza; como si a pesar de todo al final de su vida le faltara el aire, el aliento, y tuviera necesidad de autorretratarse continuamente para dar testimonio de su paso por la tierra. Es muy impresionante la colección de autorretratos finales de Van Gogh en que él mismo va ejecutando una pequeña escenografía, como si fuera una ópera de bolsillo, personal, de teatro de sombras, en la cual a veces se autorretrata como marinero, como campesino, con calavera, sin calavera, fumando o con la oreja cortada. Es como si tuviera la necesidad de recogerse a sí mismo porque se sigue desconociendo a pesar de toda su búsqueda: necesita plasmarse como si requiriera de ese aire que le ha faltado siempre. Los autorretratos de Van Gogh parecen siempre los de un personaje que está en el momento final; cada uno de ellos parece terminal, a pesar de que son decenas los que realizó en estos últimos años. Buscaba saltar hacia ese otro lado donde finalmente tuviera el reposo de un aire y atmósfera que siempre le había faltado.