Vicente Verdú
Me confiesa un joven amigo pintor que se encuentra en un punto de su vida en que todo marcha bien. En mis sesenta y cinco años no recuerdo un sólo día en que todo estuviera en su debido lugar, menos aún en su bienestar. La admiración que me despiertan sus palabras, incuestionablemente sinceras, se corresponde con el asombro que para mí significa la posibilidad de que un ser humano, vivo y consciente, no detecte ningún punto triste o negativo, aún por instantes. Esta capacidad es máxima pero todavía significa un mayor prodigio si se corresponde efectivamente con ese presente real al que no cabe poner una pega. La pintura le fluye ante el lienzo o la tabla, el amor le asiste mientras crea, el sexo compartido le enloquece en la alcoba, las expectativas profesionales son insuperables. Este futuro no ya despejado sino recamado de nácar constituye el mejor ámbito para su ánimo henchido. Su ojo otea el horizonte y en su bandeja le esperan las manos divinas, recién lavadas apara acogerlo y perfeccionar su suerte.
En esa visión del futuro terrenal se cumple el verdadero milagro del bienestar completo. No es difícil atribuir a la supuesta eternidad después de la muerte las mil providencias del Destino, los dulces más personalizados, exquisitos y caros pero esperar esa donación en esta turbia atmósfera y sobre la tierra, entre circunstancias injustas que se comportan como alimañas o entre el azar que con su hambre nos mutila, representa el cenit de la fortuna o, lo que viene a ser lo mismo, la bendición exacta de la candidez.
Porque no importa ya, a estas alturas de la vida y la ficción, qué es o no real, qué forma parte de la física o de la fe, de lo tangible y lo inasible, de lo fotografiado y lo imaginado. La única idea, la única imagen válida y decisiva es la convicción del sentimiento. El sentimiento, en fin, tan convincente que desencadena todos los frutos de la inteligencia absoluta y su correspondiente verdad. Siendo esta Verdad, aquella que imponiéndose absolutamente posee además el certero de que marchamos de Dios. Lo que se cree a través de la fe viene a ser, por antonomasia, lo absolutamente verdadero puesto que, al ser una creencia y no una existencia, una ilusión y no una vista, nada de este inmundo mundo podrá atentar contra ella.
El mundo es traidor, imprevisible, arbitrario, inocentemente cruel y, en consecuencia, nada contribuirá mejor a garantizar la felicidad aún momentánea, que la sustitución de la óptica del mundo. No exactamente de su negación frontal y ciega sino de su sustitución mediante una mirada que salta su bulto y se desliza, como los campeones en los saltos de sky, sobre el nivel de una nueva superficie pura. El nivel de la superficie inmunda, la sucia superficie del mundo común, actúa como un cuchillo eléctrico que gira y mata. Su nivel saja, degüella, despedaza, aniquila. Ese nivel de la superficie real, sin ilusión alguna, debe considerarse la cota más temible del dolor. En el abismo nos sumimos como ángeles o demonios, nos despeñamos como héroes o víctimas sin nombre pero a ras del territorio vulgar la acción de la normalidad nos parte en dos o en tres o en múltiples partículas que nos descuartizan, asaltan nuestras sedes y nuestra constitución, deshacen nuestro sentido y nuestra razón y nuestro destino. Y, apara mayor desesperanza, aquellos criminales o depredadores que a través de su arma blanca sacian su sed con nuestra sangre, son a menudo, criaturas inocentes sin norte. Piezas sin ensamblar que circulan sin control, hombres y mujeres (mujeres) que en su atropellado amor o desamor, en su sueño de poseer o ser poseídas a la manera de órganos, desencadenan tragedias indecibles y un desorden semejante a las masacres desorganizadas a cargo de la electricidad neurológica. A cargo del instinto, la torpeza, el amor y el temor. A cargo sin más de la carga que cada uno trasporta como una pila de hidrógeno o de oxígeno o de óxido sin más función que respirar. ¿Cómo dictaminar en consecuencia que cualquier instante que la luz brilla sin una arista amenazante, sin un ínfimo sabor de oscuridad? Acaso sólo la droga pueda proporcionar un gozo así. Acaso sólo este efecto por sí mismo legitima la adicción a la locura.