Vicente Verdú
Tsunami bursátil, huracán en las bolsas. Ningún fenómeno es tratado con tanta fatalidad como el comportamiento financiero. Más o menos, todo el mundo sabe que los movimientos deliberados y especulativos del Gran Capital pueden conducir al alza o la ruina de los países y los expertos conocen sobradamente que la suma de los fondos de pensiones norteamericanos -que representan una suma más que el doble que los diez primeros PIB del mundo junto- se encuentran en muy pocas y codiciosas manos. ¿Cómo seguir hablando de los vaivenes de la cotización en términos de accidentes naturales cuando el dinero es de lo más humano que hay? Pero, de hecho, efectivamente, la bolsa se erige ante el público como un personaje difícil de predecir y, en consecuencia, propenso a crear las mayores sorpresas, especialmente la hecatombe espectacular. En cuanto espectáculo, la Bolsa no tiene rival. El sentir común le otorga la categoría de un King Kong que, por ejemplo, si alcanza una determinada cota se considerará su base de sustentación pero que si falla la resistencia de esta determinada plataforma puede precipitarse en una caída libre que, en ocasiones, no puede decirse dónde llegará a parar. ¿Por qué este desplome insesanto? ¿Por un instinto suicida? ¿Por un mareo? ¿Por la pura atracción del abismo? Sin que se sepa la causa, tampoco nadie se plantea la búsqueda definitiva de la verdad. Todo lo contrario. La convención generalizada contempla a la Bolsa como un personaje autónomo que padece el don de la irracionalidad.
A los bulls y los bears que representan a los periodos alcistas y bajistas de las bolsas se les tiene, en principio, como figuras simbólicas pero, al cabo, el toro o el oso muestran unas conductas que harán temblar. El toro enloquece en alzas irracionales que llevan los títulos a una fácil sobrevaloración y el oso, cuando interviene, se aposenta y marca desánimo con su molicie, pérdidas con su indolencia y, finalmente, unas ganas generales de vender. De todas las explicaciones sistemáticas dirigidas a prevenir cabalmente la marcha de la economía, el sentir de la bolsa queda fuera, reacio a la racionalización.
Fuerzas del bien o del mal, energías esotéricas, movimientos enigmáticos o psicológicos guían su sino que, a la vez, ningún psicólogo ni mago domina. Como una enfermedad sin cura, como una fuente de progreso o de ruina especulativa, la bolsa se yergue entronizada como un monstruo en pleno siglo XXI, Buda sin religión, cuerpo sin cerebro, bestia de dos cabeza que decide por sí misma, casi azarosamente, los extremos malditos del sí y el no.