Vicente Verdú
¿Puede imaginarse una explotación empresarial del silencio? Se puede. El silencio cada vez abunda menos y, en consecuencia, vale más de modo que, a partir de su escasez, ha crecido tanto su valor absoluto como la diferente calificación de sus calidades.
El espacio, el tiempo, el silencio, componen el triángulo del lujo. Y el silencio, especialmente, ha ganado la categoría de un producto de distinción. De distinción en su doble significado: la clase de silencio que se disfruta distingue netamente a su usuario y la capacidad de percepción para distinguir sonidos es un nítido signo de cultura.
El oído se cultiva para degustar tanto la música como el silencio, que forman parte de la misma narración sonora puesto que el silencio en la composición es parte inseparable de ella y la música sólo es concebible de este modo.
Porque ¿qué sucedería si a la música se le amputaran sus silencios? Indudablemente la desestructuración desplomaría la melodía, la melodía se vería fracasada sin el fluido natural por donde cunde y cuyo cauce sustancial lo constituye el silencio.
El silencio habla de la música dentro de ella y forma la base de su sonoridad, su tonalidad y su timbre. Este silencio es tan basal que la música parecería como un producto obtenido de hilar meticulosa y sabiamente el enigma del silencio. No es efectivamente así pero una modalidad de explotación contemporánea basada en el MP3 revela hasta qué punto llega la estrategia mercantil para la extracción de adicionales beneficios.
El MP3 permite almacenar una notable cantidad de música gracias a comprimir su contenido mediante la eliminación de todos aquellos pasajes sonoros que no pueden ser captados por el oído humano. Aquello que técnicamente no oímos desaparece de la grabación y el resultado es una cuantiosa ganancia de espacio para el almacenamiento. ¿Cuál es, sin embargo, la consecuencia? La consecuencia es que allí donde se hallaba el silencio latente, el silencio de la música, no hay definitivamente nada. La calidad del silencio musical deja de existir para ser sustituido por el vacío absoluto. De este modo la música parece oírse más o menos igual en el habitáculo ruidoso de un coche o en loso auriculares de un portátil. Escuchado el MP3 en el sosegado salón de casa, la música sin silencios se muestra como una oferta desvitalizada. El cuerpo de la música sin la médula del silencio tiende evocar la rigidez de un cadáver.
No oímos físicamente el silencio de la orquesta pero psíquicamente nos penetra e interacciona con nuestro espíritu vivo. Su amputación nos amputa y su eliminación nos ahoga o nos demedia.
Pero además, no sólo perdemos con ello en la audición de la música sino en la misma audición de nosotros mismos convertidos a través del intenso contacto con lo audiovisual "comprimido" (iPod, móviles, internet) y omnipresente en entes decrecidos, personas artificialmente entecas y quien sabe si acelerando ya con ello nuestro camino hacia la facturación final y su envoltorio sintético.