Vicente Verdú
No hay obra de arte sin la mágica colaboración de lo que no hay en ella. Lo presente y lo ausente son parte de la composición y así como quien quiere decirlo todo en un libro no logra hacerlo querer, el pintor que no cuenta con el espacio sin pintura sucumbe a la opacidad del pastiche. Esta regla, sin embargo, no es fácil de transmitir ni comunicar. Tanto en la seducción de la obra como en el amor de los amantes la dosis de lo no visto, no alcanzable o no expresable actúa como el resorte de la genialidad y, sin duda, como la marca original perfecta.
No somos, contra las evidencias de costumbre, cuanto consta sobre nuestra personalidad, nuestras realizaciones o nuestros avatares, sino que habitamos especialmente en aquello que, al no poder concretarse, actúa como un hálito incontaminable. Somos pues genuinamente en lo inasible e invisible. O también: somos exclusivos, únicos y perennes, en lo que no estando propiamente presente no puede igualarse ni morir. La máxima inmortalidad se corresponde con la singularidad de cada ausencia. Y la inmortalidad a secas coincide con el humo de nuestra mancha evaporada.