Vicente Verdú
La expresión hace inevitable alusión a un acto de entrega o comunicación. En el periodismo se confunde la libertad de expresión con la libertad de información puesto que ambas se cruzan en el ejercicio de la comunicación.
La expresión no siempre irá dirigida a ofrecer voluntariamente algo de nosotros puesto que, a veces, esa parte de nosotros que recibe el espectador procede de una disgregación involuntaria. Expresándonos, declarándonos plásticamente, parece que ganamos en la afirmación de nuestra identidad pero, como se sabe, a menudo, la expresividad nos pierde. Y también aquello que los demás obtienen de nosotros a través del gesto o la gesticulación no es una donación sino un hurto o un negligente regalo. No deseamos, por ejemplo, exponernos, extravertirnos, expresarnos ahora, pero nuestra lasitud deja escapar una información que puede servir al otro tanto como subordinarnos a él o perjudicarnos ante muchos.
La misma expresión infeliz, un descuidado rictus de amargura, nos estropea tanto socialmente como individualmente. Nos infligimos daño a partir de la expresión del daño tanto como se dice, en el extremo, que no lloramos porque estamos tristes sino que estamos tristes –o más tristes- porque lloramos.
Siempre en el fondo de una desdicha extraordinaria hay un extraño punto de alegría como al fondo de cada gran alegría asoma un regusto de tristeza. Estos pares secretos indican de qué modo ni la felicidad ni la infelicidad son unívocas y cómo las expresiones recogen al cabo de los años este panaché sentimental.
La expresión asombrada y manifiesta en buen número de los retratos da cuenta, a la vez, de la extrañeza del pintor sobre su imagen y de la imagen respecto al mundo que la ve. Una vez que el pintor realiza su autorretrato, el autorretrato actúa como una expresión incompleta que no acaba su significado hasta saber que se trata de una expresión sobre sí. Una autoexpresión narcisista puesto que aspira a ser contemplada pero también, en el desorden de la creación, una expresión no controlada puesto que por definición no existe la posibilidad de una obra de arte plenamente dirigida.
Cada obra que se exhibe ante el público autoriza su manipulación, su descuartizamiento, su rechazo, su reinvención, su azar. Cada expresión personal repite también este azar en la constante aventura de la comunicación. No nos expresamos nunca a solas por solos que estemos ni hablamos en silencio por callados, por más empeño que pongamos en cerrar la boca. La expresión gestual, oral, enmudecida, es un factor adicional, una información añadida para los demás y para nosotros simultáneamente.
Del último retrato despiadado que Lucien Freud hace de sí mismo se deduce la ocasión de compadecerlo. Su impiedad propicia la piedad. La crueldad contra uno mismo ahorra la crueldad ajena y despierta en el que fuera indiferente un posible afecto. En el fondo del dolor hay un lecho de dulzura y en el suelo de la dulzura luce un dolor. “Me corrompe su dulzura” decía una de Las Criadas de Genet refiriéndose a su ama. Lo dulce tiende fácilmente a lo agrio, como lo bello a lo siniestro.
En la dificultad de la existencia conformamos parte de nuestra apariencia. Nos conformamos –literalmente nos tallamos el rostro- mediante las expresiones de todo género. Las arrugas más genuinas de un rostro son las arrugas de expresión y hasta la cosmética que se afana en borrar el paso del tiempo distingue delicadamente entre la arruga que afea y la arruga que nomina, entre el tiempo como un estigma y el tiempo como un sello. El lastre, en el primer caso, y el rostro en el segundo.