Vicente Verdú
Determinadas personas en las reuniones de amigos suelen presumir de una probable longevidad supuestamente garantizada por herencia. Tales individuos fundamentan su orgullo en que sus antepasados llegaron a cumplir muchos años y deducen, sin correcciones y contra el saber científico, que a ellos les ocurrirá lo mismo.
El grupo que escucha y observa al infatuado no encuentra en su apariencia indicios suficientes para creer en lo que dice pero tampoco descarta la posibilidad de que esté profetizando con tino. De este modo el longevo en ciernes se erige, quiérase o no, en una figura desprendida de la rasa comunidad y, claramente, como un bendecido.
Como consecuencia, el efecto psicológico que desencadena sobre los demás se hace insoportable. ¿Cómo un individuo corriente, un ser humano común, puede perorar o enaltecerse desde un blindado plus de existencia? ¿Cómo aceptar sin detrimento propio que un azar le haya provisto arbitrariamente de un gen no repartido democráticamente?
La contraofensiva puede armarse a partir de otra perspectiva del fin. Ciertamente, la muerte es temible e indeseable pero a la vez posee el prestigio especial que corresponde a lo irreversible.
Contra la petulancia de no morir en el plazo de los demás se alza la importancia de morir muy pronto.
En las familias donde abundan los longevos reina el convencimiento de ser más firmes. En las familias donde los fallecimientos han segado a padres jóvenes o incluso niños reina una melancolía que hunde la desdicha en una suplementaria porción de amor. La resistencia de los linajes longevos remite a cuerpos enjutos y caracteres recios mientras la fácil mortalidad de otros racimos familiares evoca un blando corazón cuyos frutos son más dulces.