Víctor Gómez Pin
Hace años, alguien me habló de una anciana que al parecer era la última persona que, en un pueblo del navarro Valle del Roncal, conocía el Vascuence, lengua que había recibido en herencia, en la que verbalizaba sus emociones íntimas y en la que forjaría posiblemente su último pensamiento.
Pensé en la singular responsabilidad que recaía sobre esta persona. Siendo ella la única depositaria, la persistencia de su lengua era absolutamente indisociable de la suya propia. Su desaparición física supondría también la desaparición de aquella forma en la que para ella se encarnaba ese lenguaje por cuya herencia venimos a ser cabalmente humanos.
En relación a la lengua que había mamado, esta anciana se hallaba en idéntica situación a la de ese Crusoe del que en estas páginas he venido ocupándome. Toda la humanidad proyectada en uno de sus representantes…todo el hablar concreto recogido y frágilmente conservado en la contingencia de un solo ser.