Víctor Gómez Pin
En el París que en los años setenta constituía un árido refugio para jóvenes- a veces rayanos en la adolescencia- huidos de sus lugares de origen en razón de acoso político, miseria económica, desazón sentimental… o todo a la vez, era curioso comprobar como algunos de ellos, que nada tenían de religiosos, que repudiaban todo lo que procedía de los aparatos vaticanistas o análogos, que enfatizaban el carácter de narcótico de las esperanzas religiosas, que denunciaban el freno que estas suponían a la hora de asumir lo objetivamente miserable de las condiciones sociales existentes y la necesidad de subvertirlas…coincidían en la misa cantada dominical de la pequeña iglesia maronita de "Saint Julien le Pauvre", ubicada junto al Sena en un pequeño jardín desde el que se abarca Nôtre Dame.
Alguna vez he tenido ocasión de decir que lo desolador de las grandes construcciones ideológicas hoy imperantes [1] es que tienen los rasgos de las religiones, pero que no dan lugar a la erección de catedrales. Ni catedrales, ni cantos…esos cantos que sí se escuchan aún en Saint Julien le Pauvre y que no son expresión de una asténica representación erudita, sino de una exigencia de trascender la finitud, exigencia para la que el lenguaje -en su origen quizás indisociable del canto- es una promesa, y Dios quizás sólo la palabra que imaginariamente la encarna.
Ello era transparente en el caso de Pascal, y lo es quizás más aún en el del gran Peguy En ambos casos la apuesta se halla en las antípodas de un timorato refugio en la sinrazón. Pues no se trata de salvar la propia individualidad, sino por el contrario de fundirla en lo que constituye su esencia, siendo casi lo de menos que a tal esencia se de el nombre de Dios. Como en alguna ocasión tuve ocasión de decir, no es en absoluto necesario comulgar con dogma irracional alguno para hacer propia la tesis de que efectivamente "en el principio está el verbo". Basta simplemente por entender por principio aquello que da sentido y que permite la única aprehensión del mundo que nos sea dada a los humanos. Se trata simplemente de asumir que si la palabra es lo que da significación, sin la palabra todo es insignificante.
[1] Por ejemplo la concepción de la ecología que postula la exigencia de luchar por la preservación del orden natural, no en razón de que así lo exige el bienestar material y espiritual de la humanidad, sino como si la naturaleza fuera un objetivo en sí, una causa final con independencia del hombre.