Víctor Gómez Pin
"…La punta del campanario de Saint Hilaire, tan delgada y rosa, parecía tan sólo un rasgo sobre el cielo trazado por una uña que hubiera querido insertar en este paisaje, en este cuadro de naturaleza pura, esta pequeña marca de obra de arte, esta única indicación humana. Al acercarse, pudiendo ya percibir la torre cuadrada y semidestruida que, menos alta, subsistía junto a él, sorprendía sobre todo la tonalidad rojiza y sombría de las piedras; y en una mañana brumosa de otoño, parecería una ruina de púrpura, un color de viña virgen, destacando sobre el violeta intenso de las cepas…Era el campanario de Saint- Hilaire que confería a todas las ocupaciones, a todas las horas, a todos los lugares del pueblo, su figura, su coronación y su consagración. Desde mi habitación sólo podía percibir su base, que había sido recubierta de pizarras; mas cuando, en verano, las veía, resplandecer como un sol negro, me decía:’Dios mío, son las nueve, y yo sabía exactamente el color del sol en la plaza, el calor y el polvo del mercado, la sombra que hacía el toldo de la tienda…" (Marcel Proust, Du coté de chez Swann)
He tenido muchas ocasiones de señalar que la universalidad de Venecia reside en que el que ha tenido la fortuna de topar con ella tiene el extraño sentimiento de reencuentro. De ahí que la nostalgia de Venecia (que arranca con el temor- al irse- de que el alejamiento sea definitivo) sea nostalgia del propio origen, de la propia matriz, mas bien que de la propia patria. Pues bien, el Narrador de La Recherche, ese ser afortunado al que Venecia habla, no es en absoluto ajeno a este sentimiento. Y así las pequeñas cosas que configuran su fugitiva cotidianeidad en unos días venecianos le hacen revivir las impresiones de su infancia en Combray.
"Cuando a las diez de la mañana venían a abrir mis persianas, veía brillar, en lugar del mármol negro en que se convertían resplandecientes las pizarras de Saint-Hilaire, el Angel de oro del campanile de San Marco. Reflejando un sol que hacía casi imposible fijar en él la mirada, sus brazos abiertos prefiguraban, para cuando media hora más tarde me encontrara en la Piazzetta, una promesa de felicidad más certera que la que fue un día encargado de anunciar a los hombres de buena voluntad. Mientras estaba acostado sólo él me era visible, mas como el mundo no es sino un vasto reloj de sol en el que un único segmento iluminado nos permite ver la hora, desde el arranque de la mañana yo pensaba en las pequeñas tiendas de Combray, en la plaza de la iglesia que el domingo estaban ya a punto de cerrar cuando yo llegaba a la iglesia, mientras que la paja del mercado desprendía un fuerte olor bajo el sol ya caliente. Mas desde el segundo día, lo que pude ver al despertar, y que me animó a levantarme (pues sustituía en mi memoria y en mis deseos a los recuerdos de Combray) fueron las impresiones de la primera salida en Venecia, esa Venecia dónde la vida cotidiana no era menos real que en Combray: al igual que en Combray, en la mañana del domingo cabía el placer de pasearse por una ciudad en fiesta, aunque esta calle bañaba en una agua de zafiro, refrescada por ráfagas de aire templado…Como lo hacían en Combray las buenas gentes de la rue de l’Oiseau, en esta nueva ciudad los habitantes salían también de casas alineadas a lo largo de la calle; mas este papel de casas proyectando un espacio de sombra a sus pies, era confiado en Venecia a palacios de porfirio y de jaspe, encima de cuyas puertas la cabeza de un dios barbudo(sobresaliendo de la línea de fachada, como en Combray el aldabón de la puerta) hacía más oscuro el reflejo no del tono marrón del sol, sino del azul esplendoroso del agua. En la Piazza, la sombra que en Combray hubieran desplegado la lona del almacén de novedades y el distintivo del barbero, venía dada aquí por las florecillas azules que siembra a sus pies, sobre el desierto del enlosado, el relieve de una fechada renacentista… Sí, los humildes detalles que individualizaban la ventana de la habitación de mi tía Léonie en la rue de l’Oiseau, su asimetría, en razón de la desigual distancia que separaba de las ventanas próximas, la altura excesiva de su armadura, la barra plegable que servía para abrir las persianas…todo ello existía también en este hotel de Venecia, en el cual podía escuchar estas palabras tan singulares y elocuentes que nos hacen reconocer la casa en la que entramos para almorzar, y más adelante permanecen en nuestro recuerdo como un testimonio de que, por un tiempo, esta casa fue la nuestra; pero en Venecia, el cuidado de decir estas palabras, era confiado no, como en Combray y casi en todas partes, a las cosas más humildes y a veces a las más feas, sino a la ojiva, en parte árabe de una fachada…obra maestra de la arquitectura doméstica de la edad media." ( Marcel Proust, Le Temps retrouvé).