
Víctor Gómez Pin
Sabido es que en el museo del Hermitage hay una apabullante colección de pintura francesa que cubre varios siglos. En el tercer piso concretamente las colecciones de S. I. Shchukin con obras como Les deux soeurs de Picasso o -en las casi tres salas dedicadas a Matisse- las esplendorosas Danse y Musique que, como decía, Shuchukin encargo al artista especialmente para los muros de su apartamento en Moscú. También allí Cezanne, Pisarro, Monet, Renoir, Rousseau, Gauguin, Signac, Fantin-Latour. Y otros incorporados al museo en los años 40 y 50, como Léger o Duffy.
Las obras de estos artistas se muestran en el tercer piso del Hermitage, pero -por la coincidencia de una exposición temporal- se encontraban también cuadros de algunos de ellos en pequeñas salas del segundo piso, casi como fuera de contexto, pues la pintura francesa de este piso -desplegada un tanto caóticamente a lo largo de interminables muros- es la denominada clásica.
Había allí una enigmática maison blanche de Van Gogh, en cuyo título ruso se añadía una referencia a la noche que hacía la pintura aun más inquietante. Y en el entorno de este pequeño cuadro, la Francia de los paisajes fluviales, las barcazas llamadas péniches, icono de profundo arraigo en una naturaleza y una cultura, mas también de alguna oscura resistencia a la vida sedentaria; las fiestas populares en las riveras del río; las carnes esplendorosas de la mujer couchée de Renoir; del mismo Renoir las dos muchachas en fleur, volcadas sobre el piano y que la transparencia parece haber absorbido; las figuras serenamente tristes e irremediablemente exóticas de Gauguin, cuya mirada no se sustrajo nunca totalmente a la luz del Finisterre.
Para los que tuvimos en París ( y por extensión en Francia) un lugar faro, estas pinturas francesas del Hermitage, supone un distanciado encuentro con un mundo del que, aquí precisamente, se siente hasta qué punto dejó en nuestra historia una huella profunda. La Francia que evoco tenía toda la densidad que tiene un ideal. "Francia" era significante de un sentimiento que marcaba incluso a sus enemigos… marcaba precisamente con gran radicalidad a sus enemigos. El Hermitage, como tantas otras cosas que son referencia en San Petersburgo, llevan la huella del país que representaba una criatura que era necesario seguir amamantando, para que, aprovechando su configuración se forjara un nuevo ser.
Creo que hace muy poco citaba unas tremendas palabras de Marcel Proust: " En este mundo en el que todo se usa…" En Rusia cabe sentir que muere incluso el sentimiento de nostalgia por la fraternidad que pudo ser…
En todo caso en la sala del Hermitage donde sobreviven (simplemente sobreviven) los colores, seres y paisajes de Van Gogh, Seurat, Gauguin, Monet… me sobrevino la frase de una no menos tremenda canción del pueblo francés, que mi amigo Ferrán Lobo nos invitaba a entonar en noches de emociones filosóficas "Monté sur la potence…J’ai regardé la France", esa Francia ya perdida para el alma de Mandrin.