Víctor Gómez Pin
El pasado invierno varios diarios europeos recordaban en editoriales la indecencia de aprovechar actos cometidos por un individuo para lanzar un anatema sobre el conjunto de los miembros de la comunidad a la que pertenece. Lo más alarmante del caso era, sin embargo, el origen de esta amalgama entre delincuencia y perteneciente a un colectivo cultural o nacional. Pues las palabras más radicales respecto al asesinato por parte de un ciudadano rumano de una mujer en Roma eran pronunciadas por el alcalde de la ciudad "Roma era la ciudad más segura de Europa antes de la entrada de Rumania en la Comunidad Europea", había dicho textualmente. Posteriormente el entonces ministro del Interior Amato no tenía empacho en declarar que en su país había entre la población un alto grado de hostilidad contra los rumanos. Ante las preguntas del entrevistador precisaba que no se trataba en particular de los "rom" (comunidad gitana), puesto que esta se limitaría a "robos sin violencia", sugiriendo así que había razones para ver en los rumanos como tales potenciales autores de crímenes con violencia.
Ni el alcalde de Roma Veltroni, ni el ministro Amato pertenecían a ninguno de los grupos políticos cuya esencia es canalizar la agresividad de los ciudadanos hacia el abuso del débil. Concretamente Walter Veltroni fue dirigente del Partido Comunista y el 14 de octubre del pasado año había sido elegido secretario general del Partido Demócrata, visto por más de uno como única izquierda viable.
Es en esta misma Europa dónde se ha dado el primer paso hacia una ley por la que sería posible que empleador y empleado acordaran libremente que este último llegara a trabajar hasta 65 horas. No es detalle menor el que un social demócrata como Gordon Brown fuera uno de los mayores impulsores de la misma, de tal manera que Sarkozy y Merkel incluso se libraran del trabajo sucio. Cuando se piensa que la social-democracia europea luchaba hace apenas veinte años por las 35 horas, nos damos cuenta del abismo que supone tener o no tener como polaridad real un sistema (¡y un ejército que lo defendía!) en el que quedaba un rescoldo de la Revolución de Octubre.
Se ha dicho muchas veces, con mayor o menor frivolidad, que la persistencia del régimen soviético, podía ser opresor para gran parte la población del Este, pero que una impagable garantía para los trabajadores de Occidente. Pues bien: todos aquellos que se sumaron a las congratulaciones de los poderosos del mundo con motivo de la caída del muro de Berlín, tienen ahora ocasión de comprobar hasta que punto la promesa de libertad que creyeron ver constituía efectivamente un espejismo.
No puede desgraciadamente ser motivo de sorpresa el que los jerifaltes europeos actuales tengan el desparpajo de proponer leyes tan indecentes como la mencionada de las sesenta y cinco horas, o como la de la expulsión de emigrantes, que han llegado a nuestros países por meras exigencias del sistema productivo y con absoluta complicidad de autoridades que- obedeciendo ahora a exigencias complementarias del mismo sistema- han dejado provisionalmente de abrir la mano. Las medidas se toman obedeciendo a imperativos mayores y el ministro Corbacho (a la vez que tranquiliza su conciencia declarando que lo de las sesenta y cinco horas es un retorno a la esclavitud del siglo diecinueve) ni siquiera estuvo en condiciones de votar en contra. Su vergonzosa abstención es una excelente muestra de obediencia a lo que impera: por ejemplo obediencia a la idea de que hay que estar en condiciones de competir con países como India o Brasil y dejarse de coñas, es decir, dejarse de hablar de trabajar 40 horas.
Ahora que hay crisis del petróleo y puede, en consecuencia, ser muy rentable el carbón un amigo me recordaba que los diminutos cuerpos de niños de siete años eran en el siglo 19 muy útiles para penetrar en las galerías más recónditas…