Víctor Gómez Pin
Felix de Azúa me hace diversas observaciones, a propósito de una de mis últimas columnas. Señala con razón que si debemos a la cultura la erección de catedrales, le debemos también gran parte de lo que emponzoña, envilece, degrada o simplemente hace más gris nuestra vida. Como ejemplo de esto último, Felix me indica la institución del matrimonio, cuya función sería "la culturización de la sexualidad para que no fuera propiamente bestial". Difiero al menos parcialmente: el matrimonio está muy probablemente destinado en efecto a canalizar -cuando no a esterilizar- el deseo, pero no precisamente un deseo de orden bestial.
Psicólogos, psiquiatras y psicoanalistas encuentran en sus pacientes razones para sospechar que las patologías sexuales no proceden de la bestia en nosotros sino de la cultura misma, de la impregnación de nuestra animalidad por el binomio pensamiento- lenguaje. Quizás genetistas y neurólogos alcancen lo que Felix designa como " mapa de las funciones bestiales", pero contrariamente a lo que me señala no darán cuenta del amor, simplemente porque éste muy poco o nada tiene de función bestial, no es mera expresión de un "conjunto químico". El amor tiene obviamente su soporte en genes y neuronas, pero no se reduce a las potencialidades de las mismas. Implica propiedades emergentes, como casi todas las manifestaciones psicológicas cabalmente humanas. Lo susceptible de "causar una nueva matanza excesiva incluso para las demás bestias" no es "nuestra bestia", sino desde luego nuestra humanidad.