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Siglo XXI, año cero

Por 1 de marzo de 2011 Sin comentarios

Lluís Bassets

El historiador británico Eric Hobsbwam dio por cerrado el siglo XX en 1989 con la caída del Muro de Berlín y a continuación el hundimiento del entero bloque socialista. Los acontecimientos iniciados en Túnez a finales de 2010 y la caída consecutiva de tres dictadores en el norte de Africa permitiría reelaborar la teoría del siglo corto de Hobsbawm y convertirlo en un siglo largo que termina justo en los últimos días del pasado año, cuando al fin un entero fragmento del planeta, los países árabes, rompen los corsés geopolíticos en los que se hallaban aprisionados y empiezan su marcha hacia la libertad, al igual como lo hicieron hace algo más de dos décadas los países de Europa central y oriental.

Es una novedad absoluta la idea de una revolución democrática en un país árabe, donde la dominación colonial fue sustituida por monarquías feudales o dictaduras laicas. Aunque la influencia soviética en la región empezó a declinar mucho antes de que los regímenes comunistas entraran en crisis, los sistemas políticos que se instalaron, bajo la protección occidental, mantuvieron alejados a todos estos países de las fórmulas de gobierno democráticas, como si fueran fósiles de la guerra fría. Sus regímenes garantizaron el control de los flujos migratorios, el suministro de petróleo y la contención del islamismo político, cobrándose sustanciosos beneficios en su asociación con las potencias occidentales, empezando por Estados Unidos.
Las dictaduras árabes habían sobrevivido al siglo XX y penetrado en el XXI con los mismos iliberales pertrechos, pero han sido finalmente los ingredientes de la nueva modernidad los que han terminado con ellas. Muchos son los elementos que hacían incompatible esas dictaduras cleptócratas de aspiración hereditaria con la evolución de estos países: su joven demografía, la penetración de las tecnologías de comunicación, la consolidación de televisiones panárabes globalizadas, el desgaste del islamismo político o el ejemplo de la prosperidad que se expande ya no sólo en Europa y Estados Unidos sino incluso a los países llamados emergentes.
Este nuevo muro que acaba de caer obliga a Estados Unidos y a la Unión Europea a poner los relojes a cero en su política respecto a Oriente Próximo, después de veinte años de perder el tiempo. En pocas cuestiones es más clara la congelación del status quo que en el conflicto israelo-palestino, que se encuentra en un callejón sin salida después de casi veinte años que han liquidado por agotamiento y esterilidad el Proceso de Oslo. Aunque también Israel se encuentra ante una difícil encrucijada que le obliga a reformular toda su política árabe y plantearse seriamente si es sostenible su actual política de colonización del territorio palestino.
La teoría de la incompatibilidad entre los árabes y la democracia, desmentida por los hechos y sobre todo por las aspiraciones de los revolucionarios, echa una nueva luz sobre los errores de la política exterior de Bush y las vacilaciones y dudas de Barack Obama; pero cuestiona mucho más directamente los planteamientos de la derecha extrema israelí, ahora en el poder.
La revolución árabe es una fuerza emergente más en un mundo en cambio, con la salvedad de que a ésta no se la esperaba. La potencia que mayor provecho puede sacar de este nuevo vector, sin embargo, no es árabe. Turquía es el país que mayor beneficio atisba en una evolución democrática en la orilla sur del Mediterráneo, zona geográfica antaño controlada desde la capital imperial Istanbul, en una nueva exhibición no tanta de emergencia como de reemergencia. Turquía puede ofrecer un liderazgo internacional islámico y no occidental, tanto en el terreno económico como en el político. La atracción de su modelo no radica tanto en el paradigma de una laicidad finalmente bajo vigilancia militar como en el empeño del partido islamista en el poder por hacer compatibles la modernidad de una sociedad de mercado con libertades políticas y la hegemonía cultural y religiosa del islam.
No es el caso de la República Islámica de Irán, que ha enfrentado las revueltas con extraordinaria ambivalencia. Por una parte, la revolución se ha llevado por delante a varios enemigos de los ayatolas y sitúa bajo amenaza a muchos otros, empezando por la monarquía feudal saudí. Pero, por la otra, el ejemplo de Túnez, Egipto y Libia da alas a la oposición y debilita internamente a la dictadura islamista.
El mapa geopolítico que saldrá de esta crisis ya es el mapa del siglo XXI. En la correlación de fuerzas resultante Europa y Estados Unidos tendrán menos palancas para la acción. Es probable, además, que los europeos paguemos muy cara nuestra resistencia a la integración de Turquía, que ahora puede volcarse en construir un gran mercado mediterráneo gravitando en Oriente Próximo y capaz de atraer a Irán. El mismo peligro les espera a los israelíes, que han preferido cerrar los caminos a la paz mientras gozaban de todo tipo de ventajas políticas, estratégicas e incluso morales, pero en un futuro más o menos próximo pueden verse forzados a firmarla habiéndolas perdido todas.
La mezquindad europea con el entorno árabe y musulmán fácilmente se girará en su contra, a menos que se produzca una rápida reacción, ahora muy improbable, que ofreciera a los países que se conviertan en democracias el mismo trato que se brindó a los países que salieron del comunismo a partir de 1989. Si geográficamente el norte de Africa no es Europa, hay que reconocer el interés que podría significar para el viejo continente, de demografía declinante y sin fuentes propias de energía, la eventual integración de países que tienen todo lo que nos falta a los europeos. Sería la mayor de las ironías que después de cerrar el paso a Turquía, ahora hubiera que abrir las puertas a unos países que tienen las mismas características que sirvieron secretamente para el rechazo.

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Lluís Bassets

Lluís Bassets (Barcelona 1950) es periodista y ha ejercido la mayor parte de su vida profesional en el diario El País. Trabajó también en periódicos barceloneses, como Tele/eXpres y Diario de Barcelona, y en el semanario en lengua catalana El Món, que fundó y dirigió. Ha sido corresponsal en París y Bruselas y director de la edición catalana de El País. Actualmente es director adjunto al cargo de las páginas de Opinión de la misma publicación. Escribe una columna semanal en las páginas de Internacional y diariamente en el blog que mantiene abierto en el portal digital elpais.com.  

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