Vicente Verdú
Una sociedad de viejos es una sociedad de ausencias. Con una esperanza de vida más larga acrecienta más la densidad melancólica que una colectividad de jóvenes cuya memoria más reducida no llega tan lejos y su aforo y su peso es incomparablemente menor.
Esa sociedad envejecida lamenta el fin del pretérito y, como es usual, añora lo que no volverá. De ahí se deduce el enorme desprestigio de los años presentes puesto que desde todos los lugares de poder, regidos mayoritariamente por mayores, se propaga -aun a su pesar- una idea pesimista de la época, una idea de post, de postrimerías y no de inauguración.
Aquí y allá, en el caos del arte, de la economía o la política, no se piensa de ningún modo alentador hacia adelante sino que el pensamiento se encuentra taponado por la pretensión de rescatar formas, fórmulas y planteamientos del pasado. Asustado ante el temible porvenir. No hay de hecho, un pensamiento que aborde los problemas con métodos novedosos. Significativamente no hay pensadores, con o sin premio Nobel o Príncipe de Asturias, que ayuden a sacar provecho de la nueva situación y tanto un repudio a la actualidad como una resistencia a admitir un cambio de paradigma positivo contribuye a empeorar la crisis.
La edad proterva es un depósito de sabiduría pero ya se comprueba que este depósito permanece actualmente guardado en almacenes y no se utiliza o no vale como reserva para subvenir el provenir. Por el contrario, siendo el déficit el signo general del mundo en cuestiones materiales, el pensamiento aplicable es deficitario en soluciones intelectuales. Déficit en casi cualquier lugar, déficit de pensamiento en casi cualquier punto. Pérdida de energía renovada en un mundo envejecido.