Vicente Verdú
La marca se ha convertido en un factor tan decisivo que cuesta trabajo entender cómo los pintores no firman con mayor claridad y en grandes letras. Más todavía: a la manera de las famosas firmas de moda, la firma del cuadro debería hallarse incorporada a la pintura misma, no como un certificado de garantía sino como un elemento de la composición, a la manera de Loewe o Louis Vuitton.
En realidad, incluso quienes admiramos la pintura abstracta hemos llegado a la convicción de que el arte ha ido derivando de la creación a la decoración y del seso al ornamento. Con esta creencia no se llega al cinismo, simplemente al laicismo. De la misma manera que contemplamos el cine, la buena televisión o el videoclip como obra de arte y entretenimiento a la vez, la pintura hace años que ha abandonado su hornacina para no exigirnos adoración sino complacencia. En esa noble misión de entretener o procurar placer unos autores lo consiguen mejor que otros pero todos pertenecen al amplísimo sector de la comunicación donde la emoción prima sobre el conocimiento y no hay conocimiento que eluda el gozo del corazón. Posiblemente siempre fue así, aunque, a menudo, secretamente. La inteligencia sentiente de Zubiri se corresponde con la inteligencia emocional de Coleman.
En la pintura, desde la gran broma del pop, cualquier cuadro es un producto industrial realizado en una única versión para incrementar su valor y no porque sea irreproducible. Toda obra de arte, no importa lo enrevesada y singular que se pretenda, es falsificable en todo. De cualquiera puede expenderse en miles o millones de unidades. La unidad incrementa exponencialmente su valor pero el exponente sería cero si no llevara el potencial de la marca. La marca es la semilla de Dios o del Diablo. El cuadro contemporáneo, sin artesanía irrepetible, vale tanto más cuanto, como en otros ámbitos, lo glorifica su marca. Pronto los pintores pintarán, ante todo, su firma que perderá para siempre su carácter modesto y confundible en la oscura esquina del lienzo.