Vicente Verdú
"Las estrenas" se llamaba al aguinaldo en mi pueblo de Valencia. En realidad, la Navidad constituía un auténtico estreno. Fuera por la relación con el nacimiento, fuera por la gran celebración, un periodo de oro y de bonanza parecía abrirse con esa fiesta. Consecuentemente las gentes se vestían de gala y, a menudo, estrenaban alguna o algunas prendas. Ahora que paso unos días en el pequeño pueblo de mi mujer, en Orxeta, en la provincia de Alicante, dentro de la casa se discute si será correcto salir a la calle con las mismas ropas del día anterior o con cualquier atuendo de los días normales. Mi cuñado planea ir a la huerta para comprobar cómo han quedado los bancales con las lluvias torrenciales de hace dos días pero mi cuñada le afea esa disposición y le conmina para que se vista con el traje y no deje de acudir a misa. En esa pugna se han consumido unos minutos y, como es habitual, mi cuñado cederá para seguir el orden que marca su esposa y que se aviene con los mejores modales de esta comunidad de trescientos vecinos que ahora aumenta y varía con los que familiares venidos para las fiestas y que importan los usos y costumbres de la ciudad. ¿No vestirse de fiesta en Navidad? La fiesta es sustantivamente un disfraz. El disfraz, por antonomasia. ¿Cómo experimentar la sensación festiva y sus extraordinarias ofertas si no nos caracterizamos festivamente? ¿Cómo sentirnos de verdad incorporados a la celebración si el cuerpo no se reviste, se inviste, se invita a la excepción? La contemporaneidad ha abolido este tipo de rituales tradicionales pero, a la vez, ¿cómo no reconocer en la recuperación de bodas solemnes, despedidas de solteros, despedidas de casados, conciertos en vivo, la nostalgia de la liturgia, el formalismo, los himnos y la ley de la colectividad? No rito es igual a no cultura. No cultura es igual a sepultura donde, precisamente, humanamente, vuelve a brotar la ritualidad.