Vicente Verdú
Después de la explosión del turismo, nace el post-turista.
Este nuevo ser en movimiento y contemplación permanente no asume los lugares como el mítico viajero decimonónico ni pasa por los lugares creyendo haberlos conocido, como creyó el turista.
El post-turista es un consumidor cínico, escéptico y avezado en la cultura de consumo que sabe de antemano en qué consiste el tour.
El itinerario y los monumentos que se visitan, las explicaciones del guía, las perspectivas paisajísticas donde se detiene el autobús, todo el surtido que compone la oferta de la agencia de viajes la toma simplemente como lo banal que es.
Ni se trata de saber de los países que marcan la ruta ni de aumentar la cultura conociendo otras culturas. De lo que se trata es, en definitiva, de pasar el rato en paralelo al paso por los nombres y las formas de las cosas. Un post-turismo no es más que una película, un videojuego o una experiencia de parque de atracciones.
El turista se frustraba o no por no permanecer más tiempo en un lugar. El post-turista ha aprendido de otros consumos que lo idóneo es el trago corto, el fragmento, la tapa, la instantánea y el snack. Ni frustración, ni timo.
El post-turista sabe, de antemano, que el viaje es una impostura pero goza con ella. Recibe lo que demanda, se complace en el recreo, ama la banalidad y su deseo se corresponde con la gestión del tour operator.
Fin pues de la ansiedad, conclusión del horterismo, acabamiento de la ficción de saber viajando. El viaje es sólo, pero nada menos, que un prolongado entretenimiento.