Vicente Verdú
El final
da cuenta del fin.
Pero el fin,
como meta,
parece un camino
alargado.
Tener un fin
alude, con frecuencia,
a poseer
una finalidad
y no necesariamente
temprana.
Tener un fin
concluyente
significa, por le contrario,
asumir
una certera extinción.
Una existencia
que se consuma
y ya se halla en consunción.
Esta es la lección.
Habituados
a consumir
y a terminar
plazos,
la vida se compone
de segmentos
que acaban
pero no matan.
Acciones y escenas parciales
dentro del mismo drama.
Un amor, un trabajo, un viaje,
un bocadillo, un verano,
una ilusión.
Los finales se repiten
sin cesar
como trances
sin demasiado clamor.
Terminaciones
que amedrentan
y otras alivian del temor.
Raramente engullen
por completo
el pálpito
del corazón.
Pero
¿y si el fin y la finalidad se funden?
¿Y si se yuxtaponen
hasta formar
una sola
ciénaga hacia el porvenir?
¿Y si se junta la causa y su efecto
en colusión nuclear?
En estos casos,
como sucede supuestamente
con los efectos atómicos
se alza un gran vacío
y un polvo delirante
que nada puede paliar.
El vacío es la serpiente
deslizándose como un veneno.
El pecado trascendente
al copular el fin con la finalidad.
Y en ese instante
impera
de súbito
una fosca claridad,
una blancura sin su contraste
que anuncia
el advenimiento de la nada.
La nada
la cima y la sima
del espectáculo total
Había y ya no hay.
La materia
se desvanece,
concluye.
O bien,
la muerte
no es sino esta magia
de la explosiva
desaparición.
Donde había
38.000 millones de neuronas
no queda vestigio alguno.
Todo se funde en el fin sin finalidad.
Esta es la lección del film
al concluir la película animada
Más allá
no hay resto ni grabación.
Un instante más
y la pantalla se vuelve blanca.
Blanco nuclear
y sin sonido alguno.
Tránsito entre ser
y ya no ser.