Vicente Verdú
Sin perder el tino
pero menos
la libertad compuse
una serie
de cuadros tan
vistosos
como delicados
Cuadros acristalados.
y tan transparentes que iluminaban
la sala entera
y tan evidentes que no era necesario
enderezar la vista
ni corregir el dilema
para obtener
su emoción.
La emoción característica
que conlleva
la estética
cuando
su exacto grado de poder
aumenta su mutismo.
Es decir,
el habla elocuente y tonante
que no se escucha
afuera.
Ningún residuo,
precisamente,
porque el impacto
alcanzó
la masa crítica
del gusto.
Gusto o masa
veleidosa
que habitualmente
no abdica en sonido alguno.
Y solo el escucha
acaso
el patinaje del placer.
Intransmisible.
Transparente
como aquella sucesión de lienzos
compuestos con
tanto amor
como buen humor.
Con tanto empeño como
La luminaria
de la abstracción.
Inauguró, en fin, la galería
en la capital
y los visitantes
empezaron a acudir.
Unos veinte diarios
que no dejaban
en completo silencio
el ordinario vacío
de ese espacio,
casi funeral.
Entraron, salieron,
comentaron en voz baja
y se adentraron después en la calle
adornada
por el dulce frío
de la Navidad
Y, poco a poco,
fue borrándose
la huella de las pinturas.
Deambulaban ya alejados
,de semáforo en semáforo,
para ingresar
en la rutina
sin estética
ni asombrada locución.
Regresaron a casa
y todo se hallaba en
su posición.
Nada había turbado
la ausencia
y el cuadro
había desaparecido
con ella.
Relegado, obsoleto.
anulado en
el columpio
de la respiración.