Vicente Verdú
Veo hoy (hoy)
a una mujer (una mujer),
largamente adorada por mi sexo,
como un arbusto
de adelfas descoloridas
y amargas.
Un espíritu áspero,
antes tan cariñoso,
roído hoy (hoy)
por la insignia
de la mezquindad natural.
Aquel indecible corazón
de amapolas y diamantes
se ha convertido hoy (ahora)
en una composición
de areniscas y sedimentos
donde el dinero, el cálculo,
y la desafección
desdicen
aquella mágica
naturaleza de su ser enamorado.
Entonces, digo yo (yo)
cuando era una mujer
que más allá
del pecho, la ternura
o la tibia cueva sexual
ofrecía una porción
sagrada de su corazón
cenital.
Regalaba sin tasa
la dicha magnífica
como una continuación
natural de su amor incondicional.
Sin cálculos ni perspectivas.
Torre de oro
del incalculable amor
de la mujer (una mujer).
Es así, en suma,
como esta construcción
tan tierna y pasional
ha venido a derivar
en arena muy vulgar.
Sin aviso y sin credencial
ha devenido
en una pila
de minerales amargos.
Adelfas venenosas
o basuras, propiamente dichas.
Simplemente (simplemente)
en objetos de precio marcado.
Entregas comerciales
de supermercado
y procedimiento mercantil.
No ya maternal ni sexual
sino sistema
de pesas y medidas
como acaso yo (yo)
sin saberlo hasta hoy (hoy)
Veo convertirse
En desechos del amor femenino,
cuando deseca
el almíbar de su sexo
y se transforma
ineludiblemente
en una barrizada,
donde la pasión
se embarranca
en el secano
como una plaga
de matojos sin agua
reptiles vegetarianos
sin asomo de dulzura
o de piedad.