Vicente Verdú
De la misma manera que hay personas pesimistas y optimistas, hay naciones que tienden mentalmente a lo peor y otras a lo mejor.
Estados Unidos es un país netamente optimista y ese espíritu se ha convertido en un atributo nacional semejante a la bandera y actúa míticamente bien a la manera colectiva del “sueño americano” o a la manera individual del “sueño americano”.
España, en cambio, hace demasiados siglos que ha dejado de soñar y, por el contrario, despierta a menudo, como el martes pasado o tantas otras veces, en medio de las tinieblas. De toda Europa, sólo España se encuentra nublada por el terrorismo, y el terrorismo logra no sólo difundir desazón y temor malhumor. La idea de una España soleada y con un destino hacia lo mejor se interrumpe tantas veces y con tan obstinada frecuencia que determina una personalidad trágica y nacional.
El sentimiento trágico de las cosas, la baja autoestima, la presunción de no poder superar el atraso secular fue la tónica de España a través de medio siglo XIX y casi dos terceras partes del XX. La democracia de hace 40 años parecía haber barrido esa basura de sombras y lamentos pero, ahora, con el fracaso de las negociaciones con ETA y el regreso de la atrocidad, el país ingresa en su crónica madriguera negra.
¿Podrá sanarse alguna vez? ¿Hay remedio para la idiosincrasia pesimista que a su vez genera lo peor para el porvenir? ¿Hay remedio contra la actitud derrotista que siembra la derrota o contra la derrota que puebla de escombros la vida civil?
Martín Seligman, un insigne especialista en depresiones y que ha analizado no sólo el ser de las personas sino de organizaciones, equipos deportivos y países, sostiene que el optimismo se conquista. No se puede ser más alto pero se puede ser mejor, es el título de una de sus obras.
Pocos líderes han disfrutado España que cumplieran esta función terapéutica sobre el carácter nacional. Pero, por si faltaba poco, la presencia actual de no líderes, tipos con tomates en los calcetines como Rajoy o tan débiles físicamente como para no viajar al extranjero o faltar a las comparecencias cruciales, abocan a un vacío donde otra vez la comunidad española se convierte en malestar y los ciudadanos procuran girar hacia sus intereses de cubículo, susceptibles incluso de verse filtrados por el hollín que desprende el regreso de la carbonización.