Vicente Verdú
Hace muchos años, cuando no teníamos la televisión, los videojuegos, los videos, el cine y hasta la radio, los adultos y los ancianos se distraían mirando pasar gente. Los balcones con vistas a la calle mayor, las terrazas de los cafés, las ventanas que daban al paseo principal o, en general, todo puesto que permitiera contemplar el discurrir de los vecinos era notablemente apreciado. De ahí que ahora, con el ruido tremendo de los coches y las motos, no se explique el interés de antiguos propietarios con recursos por poseer un piso o una casa en el lugar más transitado.
El tránsito era de personas y de algún que otro animal de tiro que contribuía con su porte a amenizar también la observación y el comentario. De la observación y el comentario había, claro está, buenos y malos especialistas. Ojeadores pacientes que con su finura ataban cabos y ligaban historias secretas o comentaristas con liderazgo que, en frecuentes ocasiones, lograban difundir sus consideraciones sobre uno u otro personaje de la ciudad, atribuirles motes y elevar sus conclusiones a categoría. Las personas se entretenían así con las personas. Y no sólo en cuanto semejantes sino precisamente en cuanto ajenos, seres a los que se les veía actuar como en los teatros y comportarse, sin ser conscientes, con una naturalidad diferente a la que obligatoriamente empleaban en el trato directo. No había, por ello, cruces de miradas ni intercambio de pensamientos. El observador asumía la postura del espectador de cine más una importante y peculiar diferencia. La película en marcha no se hallaba escrita en guión alguno ni poseía por tanto un desarrollo y un final predeterminados por una productora. La visión del teatrillo ciudadano conducía a argumentos creativos y sólo previsibles por aquellos más avisados que habían conseguido alcanzar un alto grado de experiencia en la exégesis. De ahí que, siendo el proceso azaroso y hasta desconcertante, se cruzaran apuestas sobre su desenlace, sobre la condición profesional, civil o económica de los figurantes y, finalmente, sobre sus reacciones decisiones.
La calle significaba claramente el exterior de lo doméstico. La vida pública opuesta a la vida privada. Fisgonearla formaba parte de los plenos derechos de cualquier individuo que deseara poner sus ojos fuera de casa. Esta era la ley y si los balcones, las terrazas o los miradores se hallaban poblados de espías, especialmente femeninos, no debía estimarse como intromisión ni barato cotilleo. Constituía un genuino tejido social porque lo excitante consistía en hilar de modo tan fino y audaz como para hacer pasar el hilo argumental de la escena callejera a la escena hogareña y sus celados entresijos. Las historias fragmentarias, más o menos rutinarias o interrumpidas en la vía pública llevaban a imaginar cuadros dramáticos en el bastión de las viviendas privadas. De este modo se trataba de re recrearse en la imaginaria intimidad, descerrajar las severas posturas en la convención del trato social y desvelar los motivos realmente inscritos en un saludo furtivo, una dirección imprevista. Numerosos libros se escribieron a partir de este mínimo punto de vista pero lo importante fue, sin duda, la gigantesca biblioteca romántica (trágica o cómica) que numerosas personas, sin otros medios de diversión, obtenían de otras personas transformadas en actores de películas, novelas o cuentos en vivo. ¿Se amaba la gente más entre sí? No es seguro. Sí resultaba, no obstante, cierto que se necesitaban más. Más en casi cualquier aspecto, desde la sanidad a la compañía, desde la emulación a la envidia, desde la investigación al entretenimiento. Mucho más en fin para brindar contenido las múltiples horas del día.