Vicente Verdú
Tengo una amiga en México a la que no veo desde hace muchos años. Realmente sólo nos hemos encontrado tres veces a lo largo de unos veinte años y como nunca se marchitó el recuerdo ni nada atentó contra nuestro amor, hemos permanecido unidos como dos seres humanos más o menos extraviados en cada país pero inmediatamente localizables a lo largo del flamante hilo que nos enlaza.
En este tiempo, sin que la comunicación haya crecido ni decrecido, sin que los silencios significaran distanciamiento, ni la recíproca desinformación produjera desinterés, ella y yo hemos envejecido a uno y otro lado del Atlántico.
Así, miles de millones de personas, los 3.000 millones en total que éramos en los años 60, han doblado su edad hasta la ancianidad o hasta la tumba, mientras el tiempo, indolente, se balanceaba de una a otra orilla. Livia no es demasiado mayor puesto que tanto en mi recuerdo como en su estampa no puede haber traspasado los 50 años. Sé, percibo, en cambio, que ha cambiado notablemente y sólo guarda, según los indicios, una estable emocionalidad hacia mí, fruto, acaso, de mi estable emocionalidad hacia ella, y viceversa.
La emoción no hace milagros, crea realidades gigantescas. Gracias a esa edificación aún incólume, desprovista de planes y estructuras, hemos logrado el prodigio de hacernos eternos. No, desde luego, inmortales puesto que cualquier día de estos se cruzarán nuestras esquelas sobre el mar pero eternos sí en el sentido de que nada prevalece contra nuestro enlace inaugural que amamos tanto como para preservarlo sin esfuerzo ni temor a la asechanza.
Todos los hombres y mujeres que han pasado sin cesar por nuestras vidas adquieren la naturaleza de paseantes observados con los ojos de nuestra coalición, estabilizada en una dulce óptica del tiempo. No hay así edad o accidente que afecte a esta mágica tribuna y, en consecuencia, su posible corrosión queda excluida.
La memoria no suele ser potencia suficiente para lograr la detención del tiempo. Por lo general todo lo memorable se emborrona o tremula. Aquí, sin embargo, el recuerdo ha adquirido la condición de una alhaja, viva pero fija, detenida pero enamorada.