Vicente Verdú
Cuando bajo diariamente a desayunar y leer los periódicos en el Laíco de Santa Pola, una camarera vestida de negro que se llama Paqui atiende invariablemente las mesas con una jovialidad contagiosa. Podría decirse una alegría casi milagrosa porque recuerda, muy exactamente, los gestos dulces y amables que algunos escultores conceden a sus vírgenes y que tanto contribuyen a serenar e incluso euforizar a sus devotos.
Que ella se llame apenas Paqui agrega además un significativo interés a cuanto hace, dice y produce. Paqui sería casi nada, un ápice, pero resulta ser más que suficiente para transformar cualquier apesadumbrada actitud en una frente despejada, clara. Por añadidura, Paqui parece comportarse así como si se tratara de un ser comisionado para distribuir felicidad puesto que su sonrisa es todo menos una disposición improvisada y sería como si llegar ya sonriendo desde la víspera o desde días antes, hilvanando un amanecer con una noche, un desayuno con la cena del día anterior sin interrupción alguna y al modo de una filosofía esencial que salvando las circunstancias comunes discurre por una profundísima veta interior que constituye no sólo su manera de ser sino su extraordinaria visión del invisible fondo del mundo. ¿Un fondo feliz que transcurre bajo las aguas turbulentas? Feliz en la medida en que fatalidad lo hace inmune a las neurosis y reinterpretaciones, incólume ante el dolor de la anécdota, pegado íntimamente al suceso cierto de vivir y sumido en él como la única fuente de valor. Fuente de vida.