Vicente Verdú
Hay música para música para bailar, música para amar, música para recordar según se proclama en los textos de publicidad a través de las emisoras de radio. Falta además enumerar la especie destinada a no estar.
No estar ante los demás. Y no ya aislándose a la manera de encerrarse en una habitación de casa, sino música para recibir, como una inoculación auricular, la anulación de lo real y obtener el efecto de no sentir siquiera al yo, disuelto en la melodía. No sentir al latoso yo de ser un famoso jugador de fútbol, por ejemplo y anularse en la completa turbación del oído, tal como parece que les ocurre a los futbolistas cuando bajan del autobús.
¿Gentes arrogantes los jugadores? ¿Ídolos que nos desdeñan tapándose los oídos con sus auriculares? Precisamente se trataría de todo lo contrario. Sin pinganillos el jugador sufriría, a causa de la pesada conciencia de su "yo famoso", el ruido de los hinchas y padecería, en consecuencia, la división entre el "motivo" (de su viaje) y el "tema" (de sus admiradores).
El yo famoso se tapona pues mediante el i-Phone donde se compactan mil composiciones. Música a granel y favorita que elude con su redundancia en el tímpano toda presencia exterior. Música que sella precisamente la otra música sin "sello", sin marca, que emite el desafinado jolgorio del seguidor.