Vicente Verdú
Acaba de morir un amigo periodista, Pepe González Cano, que no me deja hablar de otra cosa que de él. Ganó una importante y merecida fama como entrevistador porque poseía –y no sólo profesionalmente- un don muy difícil de adquirir.
Escuchaba de manera tan atenta e interesada los relatos de los demás que lograba crear una verdadera adicción a su oído. Llegando Pepe a una reunión se podía estar seguro que en un aparte, en una cita convenida para otro día, se hallaría el curativo humano que se estaba buscando. Más que un periodista se movía como un suave chamán entre los amigos.
Nos prestaba interés no ya porque fuera un tipo bueno sino en cuanto le interesaba periodísticamente la noticia que había detrás. Ni siquiera, por tanto, podría decirse de él que fuera sobre todo generoso, caritativo o filantrópico. Se inclinaba a escucharnos debido a que, por sus tendencias instintivas, había detectado un infinito caudal de información y disfrute en las confidencias. Efectivamente guardaba bien los secretos. Los dejaba para sí, muy cerrados y protegidos, como el buen profesional que calibra la importancia de la mercancía y conoce que el provenir de su oficio se decide en la confianza que inspira a los parroquianos.
Tan bien conservaba las intimidades que se hizo sobre sí mismo muy reservado y lo cierto es que mientras nosotros habíamos desovillado nuestro interior en sus oídos durante horas él apenas desgranaba dos o tres noticias escuetas respecto a su ánimo o sus últimos percances médicos. Varios percances médicos, de golpe y precozmente, que le afectaron las piernas con problemas de circulación, flebitis temibles y dolores de los que apenas había quejas. Sólo nos hacía ver que aún podía seguir andando y, en consecuencia, no había nada que lamentar. Refreía, sin embargo, durante un tiempo sus visitas a la familia murciana y, sin quererlo, trasmitía un amor por Murcia que olía, sabía y dejaba incontenibles deseos de vivir aquel lugar. Yo sabía bien a lo que se refería porque conozco la zona pero él, en cuanto autóctono, reinaba incuestionablemente sobre el sentido de los guisos y sus ingredientes, sobre el aroma de los campos según los meses y sobre el panocho que es habla particular de la región.
Siendo yo de Elche me sentía primo hermano de ese mundo pero siempre en una versión rebajada de lo murciano en cuya tierra de Caravaca había nacido mi padre y sin duda por ello le prestaba una mezcla de amor y alta consideración. Esa tierra era sagrada. Y sus hermanos, sus cuñados, se presentaban como una coreografía que se iluminaba por fragmentos y según el entusiasmo colectado de sus visitas. Sobre sí, en cambio, no había nada que hablar. No había narración donde el protagonista fuera él. Pasaba el tiempo completo de la charla y el hablador era el otro. El otro era el entrevistado y él el entrevistador. Siempre he tenido en cuenta este bienestar que Pepe nos procuraba con su atención siempre disponible y de primera clase. Una atención perfecta que le permitía enhebrar las novedades con el pasado y seguir nuestro curso como si efectivamente fuéramos seres importantes que despertábamos de verdad su máxima curiosidad. Ningún amigo quiso irse de su lado mientras se sintió necesitado de confortación. Y nadie, creo yo, podrá sentirse en la seguridad de que respondió equitativamente a su entrega. Prácticamente todos nos hallamos en deuda con él pero encima no es posible culparse por ello. Pepe gozaba con saber de los demás, introducirse en nuestros entresijos y muy a menudo extraernos el óxido o la astilla que, sin que nosotros mismos hubiéramos reparado, nos hacía penar o llorar. Ahora lloramos por su desaparición y también por el caudal de nuestra vida tan bien conservado que se deshace con él.