Vicente Verdú
Lo bueno de los malos momentos en la vida es la expectativa de que, probablemente, la fase siguiente será mejor e incluso óptima, dado el dolor. ¿O no?
Podría, efectivamente, llegarse a una respuesta negativa puesto que nada impide que a la calamidad siga otro revés y que en adelante, hasta el fin, todo sea un collar de menoscabos.
La edad deja de entregar bienes y empieza a restarlos, dice un amigo pesimista, pero ¿es seguro que, a partir de un punto crítico, la serie desventurada tenderá ineludiblemente a lo peor?
Tampoco es seguro. Ni siquiera relativamente probable. La felicidad nunca es absoluta y ni un solo de los años de nuestra vida ha de producirse patinando sobre una superficie lisa, imperfectible y luminosa. Y no siendo así, no llegando jamás a un cenit estable ¿cómo no volver a esperanzarse dentro de una circunstancia adversa respecto a la posibilidad de que un azar cualquiera impulse hacia un estado mejor? En esta inocente confianza se va hilando una y otra vez la vida y en la prolongada ausencia de esa fe se forma, de otro lado, el nudo fatal que lleva al delirio, el crimen o la destrucción.