Vicente Verdú
Lo característico de un enfado entre los miembros de un mismo hogar, un padre o una madre con un hijo, unos hijos entre sí, el matrimonio que convive bajo ese techo es que, indefectiblemente se debe solventar y cuanto antes mejor para la función general de la arquitectura establecida.
Esta apremiante necesidad, traducida en una presión muy próxima, obedece desde luego a la inevitable proporción del espacio casero, reducido y común. La repetida presencia de unos y otros cruzándose en los pasillos, su simultáneo uso de cajones de donde extraer o depositar algunas cosas, la forzosa l circunstancia de coexistir en habitaciones como la cocina o el salón, introduce una suerte de maldición ambiental sobre la misma naturaleza del conflicto que arrastra casi a la tortura a los miembros afectados y que conduce tarde o temprano, por mero agotamiento biológico a una reconciliación de supervivencia.
Bien, la reconciliación ha tenido lugar y se ha sellado con besos y abrazos, alguna lágrima, algún susurro de excusas y perdón pero todo ello se hallaba de antemano escrito punto por punto y cualquiera de ellos asumen que no había otro modo de hacer.
Disgustarse con otro huésped del hogar exige, para seguir alentando en el hogar que la avería interpersonal se resuelva cuanto antes porque el funcionamiento de las personas, su circulación y uso de espacios dentro de ese angosto paquebote impone, aún dolorosamente, que el doloroso enfrentamiento no se haga de pie.
Uno y otro se ven de un lado asaltados por la insoportable estampa y a la vez encarcelados allí sin que en el horizonte se vislumbre otra opción. Casi siempre, las tentaciones de huida, de echarse a la calle o echarse al mar, acompañan a los conflictos de mayor calado pero, después, o el intento no se cumple o el regreso taciturno añade una doble carga a la aceptación de que no se puede vivir fuera de allí.
El adentro de allí no cabe definirlo como un espacio carcelario pero ¿qué duda cabe que se manifiesta de similar manera cuando la enemistad entre uno y otro estalla y la convivencia ata. Lo racional sería afrontar el conflicto y disolver cuanto antes ese disgusto, la mala interpretación, la contestación destemplada, la infidelidad, la atracción y casi enseguida hacer las paces para restablecer el delicado equilibrio del hogar. Sin embargo, hacer las paces enseguida, deprisa y corriendo, no resuelve la esencia del problema puesto que si el problema se arregla de inmediato o con toda facilidad el problema parece barato y su valor va tendiendo a cero.
Para que el problema alcance gravedad y se reconozca que el agravio ha sido lo bastante grande debe hacerse notar en tiempo y gestualidad su notable de importancia. De ese conflicto importante participa tanto el supuesto verdugo como su supuesta víctima, el eventual actor de buena fe fe y el otro que no supo o no quiso verla para que, en medio de esta áspera tristeza, que va corroyendo el sentimiento de ambos, el tiempo opere como un lenitivo, un tedioso atenúante, una duración cuya considerable longitud en el plazo represente, a su modo, la intensidad de la ofensa.
Ambos pues, contra lo más útil o razonable, dejarán pasar un tiempo suficiente de dolor para que su tormento pueda crecer hasta ocupar como límite máximo el completo aforo del recinto. A partir de ahí el malquistamiento se debilita como consecuencia de la imposibilidad de seguir respirándolo. Con ello algún indicio de reconciliación empieza a percibirse en la base de la circunstancia y no porque se haya entendido al otro y se vuelva hacia atrás ya persuadido de que la ofensa carece de demasiada importancia sino porque la coerción del escenario disminuye la posibilidad de seguir expandiéndose y, se mire como se mire, no sólo los amores crecen con la distancia, las enemistades sólo crecen aparentemente en la medida en que disponen de un espacio suficiente para enarbolarse. No contando con ese espacio magno la enemistad se asfixia o se agota y, una de dos: o se disipa o se convierte en un odio feroz que lleva, como en las cárceles al suicidio o al asesinato.
Por lo general, sin embargo, en vista de las limitaciones más comunes, la convivencia se recupera dentro del piso ya que no puede escenificarse en mansiones de varias alas. La enemistad sin resolver, pero callada, se ve obligada a mantenerse en una cota de vuelo rasante que si, en momentos encarnizado se adorna de gritos, por lo general se mantiene en una seudonivelación silenciosa que es lo característico de la vida doméstica- El tratamiento relativamente silencioso del horror y sus complementos. Juntos y tratando de no activar la espoleta que mantiene al otro junto, domido y quieto al otro lado del tabique o de la cama.