Vicente Verdú
No me gusta George Steiner. Siempre que le he escuchado dice lo mismo y siempre que le he leído me ha parecido insufriblemente un grado menos inteligente de lo que cabría esperar. Ahora, sin embargo, ha titulado un libro Los libros que nunca he escrito y lo acaba de publicar Siruela en su colección "El ojo del tiempo".
El absoluto ojo del tiempo ve los libros que Steiner y todos los demás nunca hemos escrito. No hemos escrito prácticamente todos los libros existentes pero aquellos que nosotros "no hemos escrito" son un puñado no ya de temas y obsesiones sino de volúmenes (volubles bártulos) que circulan por nuestro alrededor. De ellos, unos apegaron su ausencia a la conciencia como taras culpables mientras otros se fueron disipando como pavesas que la distancia ha convertido incluso en una extraña liberación. De su conjunto, se ha deducido una rara incomplitud de la escritura pero tal vacío, a la vez, ha creado un perfil decisivo de nuestra imagen profesional y personal. Cada uno de los potenciales libros, transformado en éxito o en fracaso, en seña de identidad presente u olvidada, conformaría un semblante diferente de la Obra. Y hay libros que en miles de casos, exclusivamente por sí solos graban con fijeza la forma y la planta del escritor. Teniendo esto presente todo libro no escrito podría haber sido la estampa crucial de nuestra personalidad en la historia.
Para bien o para mal, para uno u otro reflejo concreto, ese libro que ahora camufla la ausencia, habría actuado como un molde central, una máscara de hierro. ¿Merecería la pena pues sopesar, recrear, investigar, el no de su realización? ¿Se erró o se atinó negándole evidencia? Preguntas imposibles de responder desde el mismo tiempo vivido. Preguntas propensas a la máxima corrupción enunciada después.
Los libros no se escriben porque parecen demasiado esfuerzo, porque el esfuerzo se muestra caprichoso en otra dirección, porque su escritura se aplaza, porque son en verdad libros de otros. Libros en fin que abandonados a su suerte el tiempo se encarga de engullir, metabolizar y expulsar convertidos sin duda en materia prima para otra obra imprevisible y de la que la ausencia primera actuará como presencia, abono efectivo que generará vida y luz. Luz iluminadora de todo el conjunto escrito (o no escrito) o luz maléfica que fomentará un turbión de interpretaciones sesgadas y de las que tantas veces se sirve la leyenda para bien o para mal. Para el azar. Porque lo más importante sería conocer si ese libro pensado, anotado, imaginado pero no escrito contuviera el sino de su no creador. Porque ¿sería entonces el sino del autor no haber escrito ese libro en lugar de verse determinado por aquel otro que, como en el amor, le dijo sí? ¿Será su sino ese sí? ¿Será su sino aquel no?
La interrelación con la escritura asusta. Las obras nos obran y las obras nos destruyen sin conocer de antemano su intención. Como en el amor, su intención la creemos parte integral de la nuestra pero lanzadas al tumulto de la vida general la intencionalidad adquiere caracteres incontrolables, imprevisibles y, en consecuencia, amenazantes. El público escribe a través del tiempo el rostro del autor cuya fisonomía va procediendo del transcurrir de la obra, la ausencia del libro sin escribir y la presencia del libro escrito que constituyen un todo continuo. Un todo holístico o hologramático tal como el sistema de llenos y vacíos de la vida personal, el cosmos de agujeros y masas, la involuntaria voluntad de representación que construyen tanto como destruyen el ser, un concepto tan extraño, tan virtual, tan intangible como la dialéctica de la ausencia que permite, con su fuerza, disfrutar del efecto presencial.