Vicente Verdú
Durante dos o tres semanas el Presidente del Gobierno español viaja desesperadamente de un sitio a otro en busca de apoyos para lograr ser invitado a la reunión de Washington el 15 de noviembre donde el G-8 y el G-20 debatirán y acordarán una nueva batería de medidas para contener la Crisis Financiera Global.
Efectivamente España se halla representada a través de la representación de la Unión Europea pero la presencia personal del Presidente añade un punto de importancia, un peso real a la presencia real. Este peso, sin embargo, consiste en la ficción de que el Presidente tiene algo diferente que decir en ese foro y quiere que se le escuche con la mayor atención. ¿Para ser escuchado necesitaría estar presente en el foro? Claro que no. El foro no se convoca para que hablas y escuchas de los representantes puedan hallarse a una distancia física bastante suficiente para poderse oír con nitidez. Tampoco para que las posibles intervenciones revelen positivamente nada nuevo. Todas las autoridades a una determinada altura se hallan al corriente de las propuestas de las demás naciones y especialistas gracias a incontables contactos a una distancia u otra, mediante imágenes, audios y documentos que conocen simultánea y exhaustivamente. La reunión, como todos saben, no tiene por objeto preciso la invención y, ni siquiera, la intervención individual. Tampoco la ocurrencia, inédita o no. La reunión tiene por máximo objeto la misma reunión y por todo sentido su magno ritual. Ninguna circunstancia grave y tanto cuanto más grave puede dejarse correr sin una apresurada reunión de alto nivel. La categoría de los personajes que se reúnen marca la gravedad de la situación y la exalta a la vista de todos. La reunión es, en sí misma, la consagración de la gravedad de la situación puesto que no van a viajar mandatarios del mayor relieve si no existe una materia de tan máximo valor que conmueve los cimientos de cualquier región. Los mandatarios se mueven por tanto de sus centros habituales, abandonan urgentemente la cotidianidad y se citan en un espacio y tiempo sagrados para comunicarse entre sí traspasados de excepción. Enaltecidos por la gravísima circunstancia y perfilados por la velocidad de la urgencia extraordinaria. Estos personajes bruñidos por el accidente total no se encuentran para obtener una fórmula especialmente práctica, tan vulgar que afronte la situación como una herramienta sino que se congregan para escenificar una oración colectiva y de carácter superior. De hecho, el mero acto de reunirse cambia las cosas. No cambia el fondo de las cosas pero cambia la forma de la adversidad. Unidos serán más fuertes, conscientes, expresos, conjuntados podrán ser contemplados como fenómeno excepcional. La voz de la reunión de los más grandes, el mensaje de la Gran Reunión, adquiere la naturaleza de una rogatoria extrema, humana y universal en consonancia con la necesidad de implorar una solución salvadora. La cumbre de los G-20 y los G-8 actúa como una analogía de la conversación entre esta máxima cúspide del poder terrenal y la inmarcesible altura del Cielo. No habrá nunca resultados concretos ni demasiado eficaces. Más bien, como sucede estos días, las actuaciones posibles conducen a resultados insuficientes, tan deficientes que reclaman pronto una nueva reunión y otras reuniones más. El número de reuniones sucesivas, sin embargo, no significa en absoluto el fracaso de la reunión o reuniones precedentes sino la cabal ponderación del acontecimiento cuya magnitud se atiende en toda su extensión. En consecuencia, cuanto mayor es el número de reuniones excepcionales el acontecimiento revela su verdadera excepcionalidad. Podría enunciarse al revés pero siempre se accede al punto crítico en que el efecto evoca a la causa y la causa requiere indefectiblemente del efecto proporcional, bucle o cinta de Moebius donde se patentiza el lenguaje de la circunstancia grave, insólita, incalculable, para la cual nunca será demasiado una reunión y otra reunión más.
Hallarse incluido en ese carrusel extraordinario procura significación. Un Presidente significa en proporción al número de asistencias a las citas significativas de alto nivel. El nivel del gobernante procede, en suma, de contarse entre el grupo de oficiantes que se abrazan, se fotografían en grupo, almuerzan largamente a puerta cerrada y salen después desde su encierro místico al espacio común donde serán fotografiados como superhéroes ya que a la clausura de la reunión sigue inmediatamente la esperanza de un tiempo nuevo tal como si la tarea sustancial del Grupo excelso consistiera en la magia de sustituir el presente por el futuro, la calamidad por la declaración, la Crisis por la Reunión cuya potencia procede no de su lógica sino de su poder simbólico. Que el Presidente español no se encuentre en el interior de esa cámara de transfiguración del mal en su medicina y de lo pragmático en lo simbólico conlleva una pérdida de prestigio imposible de reparar puesto que la reunión no sólo obtiene un efecto sobre los sueños de la asustada población sino que alumbra a cada partícipe con un aura taumatúrgica que alivia la extendida oscuridad. La reunión es como una luz y una célula que aviva una fecha histórica para la posteridad y sus asistentes, de paso, adquieren historicidad. Los grandes nudos de la narración histórica coinciden con esta clase de Reuniones, Pactos, Tratados, signados en la cima. Los lugares de celebración, sus fechas, sus documentos adquieren consideración de hitos o mitos del devenir, marcas trascendentes que recaen también sobre los congregados como sellos plasmados por el Más Allá. O de otro modo: no hay una vía más eficiente para entablar relación con el milagro, la magia, la virtual salvación, que reunirse los más grandes para reproducir, en los tiempos del dominio mercantil, la potencia del ritual y su función religiosa, el travestismo de Presidentes en Sacerdotes y de sus reuniones en magnas ceremonias contra el acoso del Mal.